Vivimos en una intemperie azotada por la velocidad. Todo se ha convertido en efímero, todo pasa, todo es sustituido, todo tiene algo de frenesí. Lo que conlleva una respuesta de tipo nerviosa, la emocional. [?]
Los medios, sobre todo, audiovisuales, están administrando un tipo de información inducida, hecha a la medida de determinadas necesidades. [?]
Eres analfabeto cuando tu sistema de intereses coincide con aquello que los medios te ofrecen. Una persona suficientemente satisfecha, o incluso saturada, que no necesita nada más ni se pregunta nada más.
Francisco Jarauta
Foto: Getty
Ya está escrito y dicho con diferentes enfoques: que de igual manera que no somos propietarios de los instrumentos de producción, tampoco lo somos de los referidos al ocio y al aprendizaje.
Estas son fechas donde los 'black friday' o similares, se van sucediendo, con o sin descuento, y el libro, en muchos casos, se convierte también en objeto 'arrojadizo' para alimentar nuestra necesidad (creada) de consumo desaforado. Y es entonces, salvo contadas excepciones, cuando también el mal llamado consumo cultural muestra su agotadora omnipresencia poniendo de relieve la 'dictadura de la novedad': ese empeño, en este y otros campos, de hacernos creer que siempre lo más reciente es lo mejor, como ocurre con el pan; aunque bien mirado, si hablamos de hacer unas buenas migas o unas torrijas, la cosa cambia. En todo caso, yo vuelvo sobre este artículo para ofrecérselo a ustedes sin ningún tipo de rebajas.
Podríamos empezar con cierto ímpetu y sin ambages, y para eso me sumo a las palabras de la escritora Luisa Etxenike, leídas hace unos meses:
Es verdad que hay una identificación excesiva de la cultura con el entretenimiento, pero la cultura no es una actividad del tiempo libre sino lo que nos hace libres todo el tiempo. Hay una poderosísima industria del entretenimiento y eso nos hace perder de vista el sentido emancipador, el sentido de crecimiento personal y social que la cultura, y lo fundamental que es en este sentido la capacidad del lenguaje. No es lo mismo poseer 1.000 palabras que 40.000, en ningún orden de la vida. No en la vida del conocimiento íntimo, pero tampoco en la comunicación social y política, por eso creo que hay democracias de 1.000 palabras y democracias de 40.000. La cultura está mucho más cerca de la creación artística que del entretenimiento.
Como la cultura suele ofrecerse en estas fechas como un producto de consumo, quizá estaría bien, aunque sólo fuera por un momento, pararse a pensar algo más en los lectores. Dicho de otra forma, acercarnos a las proclamadas bondades de la lectura, pensando en sus receptores y no tanto en el número de ventas de un título, los ganadores de un premio... al peso y otras loas varias sobre cómo nos cambiará la vida (del salón) ese nuevo libro que descansa en el mueble nórdico que tantos desvelos nos costó montar.
Por qué no comenzar entonces acercándonos a eso que llamamos de manera poco precisa lector o buen lector si lo prefieren, o si me apuran ¿lector literario?, y hacerlo pensando fundamentalmente en los lectores más jóvenes.
En esta difícil tesitura que supone fijar una definición que pudiera resultarnos útil, acuden en mi ayuda algunas reflexiones de un autor de cabecera que no consigo sacarme de la misma, y que se ha convertido para mí en una especie de nuevo libro de arena, como el que ya escribiera su amigo Borges.
Dice, entre otras verdades, que todo buen lector lee como si la literatura fuera anónima; así parece, cuando subyugados por lo que nos cuenta una historia, olvidamos que el autor es premio de tal, no le perseguimos como fans desaforados para conseguir su firma y una dedicatoria necesariamente estereotipada, o dejamos de tener presente aquella entrevista televisiva donde se desenvolvía con tanto aplomo. En ese tiempo de lectura sólo nos interesa el diálogo que establecemos con el texto y los personajes, a los que tratamos como iguales, en esa arrebatada y temporal suspensión de la incredulidad.
Pero, por si nos supiera a poco, el autor nos asalta de nuevo y nos recuerda que el lector entregado subvierte el texto, lo desbarata y agita, porque ese lector ideal no reconstruye lo que está leyendo, lo recrea.
Alberto Manguel, de él hablamos, lanza todavía alguna propuesta más sobre cómo podemos definir a ese hipotético lector, y la relaciona con ciertas imágenes de san Jerónimo detenido en su traducción de la Biblia, y que llevan a nuestro autor de referencia a decir que el buen lector debe aprender a escuchar; para horadar en el texto (decimos nosotros), avanzar con él, y descubrir entre esas líneas su propio texto.
Ya se está yendo este señor por las ramas palabreras, pensará más de uno que haya tenido la generosidad de leer hasta aquí. Espere, atiéndame un momento; dígame, o mejor dígase a dónde le conduce esta pregunta de la especialista en lectura Cecilia Bajour:
¿Nunca os ha sucedido, leyendo un libro, que os habéis ido parando continuamente a lo largo de la lectura, y no por desinterés, sino al contrario, a causa de una gran afluencia de ideas, de excitaciones, de asociaciones? En una palabra, ¿no os ha pasado eso de leer levantando la cabeza?
Impagable imagen la de Roland Barthes que no me resulta desconocida y he utilizado en alguna otra ocasión.
Escuchar lo que nos dice el texto o dialogar directamente con él, me traslada también a esa otra imagen de la lectura silenciosa que san Agustín observa en el obispo de Milán y relata sorprendido en sus Confesiones. Y que me hace pensar en ese tipo de escucha más grupal, vinculada, aunque no de forma exclusiva, con el mundo infantil de la narración oral y también con la narración de textos en voz alta. Y no terminan aquí las posibles conexiones que nos ofrece la palabra escrita, porque también tenemos la conversación entre lectores de sus personales lecturas en los clubes de lectura o con los amigos que se apasionan todavía por la letra impresa.
Y en ese cruce extraño y fascinante que tienen los textos en la cabeza del lector, o en el intercambio hablado de sugerencias sobre lo leído, o cuando la mirada se pierde más allá del texto y se nos vuelve hacia los adentros, Manguel convoca las palabras de Simon Weil que recogen todo lo expuesto hasta ahora, cuando manifiesta que la cultura es la formación de la atención.
¿Y qué tienen que ver todas estas observaciones con los lectores y su formación lectora o competencia literaria?
El escritor y crítico literario Víctor Moreno nos echa un capote reflexivo en este difícil y controvertido paso, cuando habla de la mediación de los profesionales de la lectura, aunque él se refiera en este caso sólo a los educadores:
El profesorado debe permitir el encuentro directo, el cuerpo a cuerpo, sin obstáculos y sin mallas ortopédicas, entre el lector y el texto. La transacción entre texto y lector tiene que ser totalmente espontánea y libre de ataduras. Cuando se dé el impacto directo entre ellos, será, entonces, cuando estaremos ante un abanico de posibilidades para acceder a una exploración textual rica en matices de cualquier tipo, incluidos los aspectos formales de los textos. Esta exploración se formalizará cuando el alumnado, ayudado por el profesor, claro que sí, reflexione y comprenda qué es lo que hay en la obra que le cautiva y por qué considera que le ha producido dicha fascinación y, mejor aún, si decide modificarla, rechazarla o aceptarla, para lo que tendrá que reflexionar, comparar y valorar, individual y colectivamente.
Escuchar para poder escucharse, dejar y dejarse hablar para construir y construirse. Esto es, ofrecer una escogida selección de textos para su lectura, y permitir hablar sobre ellos a sus actores, para que vayan construyendo una tesela cultural multiforme (preguntas, reflexiones, inferencias?) en los espacios (públicos o personales) donde toma cuerpo y presencia, paso a paso, día a día.
La lectura así entendida, oficiada en el caso que nos ocupa por los libros, me lleva a remedar al final de este artículo la conocida frase de Georges Clemenceau sobre guerras y militares, apuntando (sin disparar) que la cultura es un asunto demasiado importante para confiarla (solamente) a vistosos y coloridos papeles de regalo, olvidando que es hoy, más que nunca, un espacio para la resistencia.
Nota: Pintura de Pieter Bruegel, The-Elder-Children (detalle)
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