Singularidad y estilo

Siempre que puedo, dedico parte de mi tiempo libre a caminar. Quizá el paseo, independientemente del beneficio que aporta, sea la disculpa que elijo para observar el mundo que me rodea. Pues, cuando regreso, traigo la mente repleta de imágenes, ideas y otras sensaciones.

Ayer, apenas me di cuenta de las cosas que desfilaban ante mis ojos. Mientras caminaba, una idea se hizo fuerte en mi cabeza, absorbiendo toda la atención.

Es propio de las personas, si tienen motivación suficiente, aplicar eficazmente sus energías en aquello que realizan. Sobre todo, si existen metas susceptibles de ser alcanzadas.

Pero, a pesar de la satisfacción que aporta el trabajo bien hecho, no es por este beneficio, por el que dilatamos nuestro esfuerzo y exigimos a nuestro cuerpo un esfuerzo añadido para abandonar la mediocridad.

Todos, en algún sentido, intuimos la puerta de la innovación, pero muy pocos se atreven a cruzarla. He observado que, en más ocasiones depende de un compromiso personal, que de oportunidades reales.

De cualquier forma, hemos de aceptar que las aptitudes y esfuerzo de muy pocas personas, trazan el firme que los demás pisamos como si siempre hubiera existido. No reconocemos abiertamente la singularidad de aquellos comportamientos que sirven de atenuante a la vulgaridad de la mayoría.

Profundizando en esa singularidad, hay algo que identificamos como estilo, es decir, las peculiaridades que caracterizan a una determinada persona en relación con la función que realiza. Sin embargo, cuando esa actividad se repite reiteradamente ante el mismo observador, aquello que en un principio tenía un carácter innovador, se transforma en una ocupación más.

Pues, esa actividad, sin restar merito a su promotor, adquiere una tonalidad uniforme y se apagan los matices de que gozaba en un primer momento. No hago responsable de este demérito a quien la realiza, sino a la versatilidad del observador, quien no renueva su interés por aquello que ya conoce.

Quizá ésta, sea la causa por la que muchos artistas son idolatrados y, en poco tiempo, como ocurre con los fuegos de artificio, se apagan en la noche sin dejar rastro.

No debemos omitir que, nuestras capacidades, siempre muestran las mismas tendencias. Quien escribe, casi siempre hace su exposición de la misma forma. El compositor conjuga las notas de manera que su trabajo le identifica. Así ocurre con el pintor. Cada cual se ciñe a su estilo. No es posible abandonarlo sin riesgo de perder las propias capacidades. Pues, como ocurre en la naturaleza; no podemos exigir a la rosa que cambie sus pétalos por manzanas ni a los vientos que se conviertan en agua.

Cada uno administramos un determinado patrimonio de capacidades que han de ser valoradas en función de lo que aportan a la mayoría. Tampoco debemos olvidar, bajo ningún concepto, que nuestras capacidades encuentran su justificación sobre las necesidades de los demás. Y su valor crece o disminuye en función de la utilidad que aportan a otras personas.