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Las fases de la luna y la escuela de valores
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Las fases de la luna y la escuela de valores

Actualizado 27/11/2015
Eutimio Cuesta

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HOY, LUNA NUEVA

Todos tenemos un libro grabado en nuestra memoria con muchas páginas, que no se agotan hasta que no aparece esa página, "aviso", que llamamos la hoja roja. En este libro, escribimos todas las cosas que nos pasan en la vida, desde que tenemos uso de razón, hasta un instante antes de la muerte; (algunos lo alargan unos minutos más de la muerte: ese momento en que se apagan todas las luces y se enciende una vela.

Cuando nosotros éramos niños, el uso de razón lo daba la primera comunión, que se solía tomar a los siete años. Parece ser que, antes, los niños éramos menos despiertos que ahora, pues, ahora, hasta un bebé tiene uso de razón: nace ya hecho un "lince".

Hoy. Luna nueva - Un capítulo, que guardo en mi mente, tiene que ver con mi vivencia familiar. Me engendraron con una dosis de miedo, y ese "gen" me ha perseguido siempre y me ha condicionado toda la vida; aún hoy me sigue mordiendo el calcañal el miedo de un preso sin sentido. Me contó mi madre que había nacido en la calle Jesús de mi pueblo y que, a los quince días, mis padres se trasladaron a la calle Retuerta: yo no sé si esto tuvo algo que ver con lo retorcida, que fue mi infancia en los años de posguerra, pero que me sirvió de escuela en mi despertar humano.

Mi padre era profesional de la Sanidad, lo que, antaño, se llamaba practicante. En la misma sala, (que hoy se dice dormitorio) dormíamos, en una cama, mis padres y, en otra, dos hermanos a la cabecera y yo a las pies; recuerdo que, en la pared, que separaba la cocina y la citada sala, había un ventanuco pequeño y, de su reducido techo, colgaba una bombilla de 25 bujías, que alumbraba las dos estancias.

Entonces, el sereno recorría las calles del pueblo, pregonando la hora y el estado del tiempo: "La dos y sereno o nublado". Era como un reloj ambulante en aquellas noches largas y frías y de largos miedos. Con mucha frecuencia, tocaba a la ventana y mi padre dejaba de roncar: "Pedro, levanta que fulana ha vertido aguas o mengano necesita que le pongas una inyección..." Cualquier urgencia. Y mi padre se vestía rápido, se ponía la pelliza, cogía la cartera y salía raudo; cerraba la puerta de abajo con la tranca y empujaba la de arriba. Yo le sentía romper la nieve helada y, a medida que se alejaban sus pisadas, aumentaba mi miedo, que no se calmaba hasta que regresaba a la hora que fuera. Mi padre era para mí mi seguridad. Y la diligencia de mi padre en el cumplimiento de su deber, y su abnegación a cualquier hora del día, como sucedió después con el descubrimiento de la penicilina, despertó mi inquietud y mi pronta disposición de servicio sin cortapisas.

Y existían dos clases de clientes: el que podía pagar la iguala y los demás; a éstos no les cobraba; y mi madre le recordaba que tenía seis hijos; él respondía que ella, al menos, podía comprar pan. Y yo aprendí que, en la vida, hay algo más importante que el dinero: la generosidad.

Esperaba, como todos los niños, en aquellos años de escaseces y tremendas penurias, sentarme a la mesa a comer con mi familia. Mi madre ponía un puchero de patatas o de sopas o legumbres, y, de segundo, un cacho de algo que podía ser un huevo, una sardina, escabeche, pero lo aleccionador era que mi madre partía un huevo para dos o una sardina para tres, o una naranja..., cualquier cosa. Mi madre partía y nosotros compartíamos. Aprendimos a compartir. Compartíamos todo: la cama, la chaqueta del hermano mayor, (que remataba yo, si no, mi hermano más pequeño), la enciclopedia, las castañuelas, la peonza... No había juguetes. No nos tirábamos de los pelos, porque nadie se quitaba nada, porque no existía ese algo; era como el juego de la conformidad y de la resignación. Valores que nos ayudaron a afrontar las dificultades de la vida con entereza, mesura, sacrificio y constancia.

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