El iceberg y el bosque

El miércoles pasado, el 25, la nómina de días conmemorativos del año nos recordaba, por si fuera necesario -que lo sigue siendo- que tenemos que seguir luchando contra la violencia de género. En mi instituto, como en muchos otros, se desarrollaron algunas actividades a medio camino entre la denuncia y la prevención pero yo no dejaba de imaginarme un enorme iceberg que esconde bajo el agua el maltrato continuado en la convivencia diaria, un calvario de desprecio, insultos, amenazas y golpes en el que puede participar desde un celoso adolescente hasta un encorbatado ministro pasando por individuos inmersos en el submundo lumpen. (Y no me refiero a parejas mal avenidas en las que, inmaduros, sus protagonistas se dediquen a ser infelices haciendo infelices al otro.) Y a la vez, por encima de la línea de flotación de ese gran bloque de hielo, en una superficie menor pero visible y más cruel se asienta la forma extrema de violencia: un bosque de muertes que, quizá, nos impide ver los árboles.

Lo que no se permite en ninguna ciencia o investigación criminal en las que se hace un análisis riguroso y pormenorizado de causas y circunstancias, se tolera en este tema, como queriendo alejarse lo más rápidamente posible del horror, y se engloban en un triste todo indiviso lo que son muertes específicas, diferentes. En un extremo estaría el acto de amor que Haneke nos reflejaba en su película Amour y que concluía con la muerte de sus dos protagonistas pero que nadie consideraría violencia de pareja. En el otro un criminal pretende salir impune garantizándose la huida desde Cuenca a Rumanía tras acabar con la vida de una ex pareja y su desdichada amiga. En medio muchos casos de muerte y suicidio posterior que parecen dejar sin sentido medidas sancionadoras como el endurecimiento de las penas. Si en Medicina se dice que no hay enfermedades sino enfermos aquí también necesitamos saber cuáles son esos árboles que integran el bosque para diferenciar si son hayas o acacias y reconocer los primeros brotes en cuanto aparezcan en otros lugares.

Luchar con la lacra de abusos que permanece debajo del agua debe partir sin duda de la educación, de la mejora económica de las mujeres, de valorar la cultura, de evidenciar las falacias de una presunta masculinidad basada en la brutalidad, hasta lograr que ese iceberg vaya fundiéndose, perdiendo hielo, reduciendo su tamaño y disminuyendo por ello también su parte superior. Pero para minimizar, disminuir, prevenir y evitar los asesinatos de la parte más visible es preciso generar conocimiento sobre sus condiciones, sobre sus protagonistas, sobre sus escenarios. Para intervenir hay que evaluar. No sé si se hacen estudios suficientes sobre rangos de edad, tiempo de convivencia, número de relaciones previas, apoyo familiar, extracción social, condiciones mórbidas, patrones culturales, etc. Se guardan minutos de silencio, se grita la repulsa que sentimos pero no se quiere investigar más porque ya se sabe quién es el asesino. Esa muerte ya no se puede evitar pero quizá sí alguna de las siguientes. Quizá en un caso alguien debió de informar de la tenencia de un arma de fuego, en otro los familiares de un hombre deberían hablar con él, o trabajar la autoprotección de las propias mujeres enseñándoles a detectar las señales que anuncian violencia inmediata, o tras una denuncia no sólo se debió sentenciar con alejamiento sino también la obligación de seguir una terapia. Intervenciones diferentes para situaciones diferentes que eviten muertes iguales.