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El Zoo de los Milagros (y II)
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Paz y Bien

El Zoo de los Milagros (y II)

Actualizado 23/11/2015
Rubén Martín Vaquero

Y vivía de ilusiones?

Un silencio espeso se extendió por el ágora. De pronto, se alzó un brazo bajo el medallón del Cid Campeador.

-¡Habla! - concedió Pedro Crespo.

-¿Y si formásemos un orfeón que se dedicase a cantar en las bodas y en los bautizos? - preguntó.

-Eso está muy bien -aprobó el Alcalde-, pero sólo trabajaríais unos sesenta. Además, si la ciudadanía emigra no habrá ni bodas, ni bautizos... y tampoco entierros -, concluyó rotundo al ver que levantaba la mano un paisano mofletudo del fondo.

-¿Por qué no ponemos aduanas, puestos fronterizos, portazgos y pontazgos?- dijo sin inmutarse -, todo aquel que quisiera pasar tendría que pagarnos.

-¿Pero cómo no pensamos un poquito...? -le riñó paternalmente Pedro Crespo moviendo la cabeza de derecha a izquierda-. ¿Acaso nuestra tierra no es el final del camino? ¿Por qué cree usted que tenemos ferrocarriles decimonónicos y hasta hace cuatro días caminos carreteros? Antes de hablar agárrense al aire ?recomendó el Alcalde.

[Img #486559]El murmullo que había provocado esta intervención se fue apagando, cuando desde el rincón de los constructores se levantó un oleaje de brazos. Como el Alcalde no les daba la palabra por el que dirán, le tiraron varios rolex, ocho o diez sortijas de diamantes y hasta un Ferrari de platino, y como seguía sin concedérsela se la tomaron por su cuenta.

-Ya sabéis que nosotros somos emprendedores; hemos construido cinco pisos y tres chalets para cada uno de vosotros, y si nos hemos detenido es porque ya no los quiere ni el Tato. Ahora también tenemos la solución al problema: ¡Hay que montar un Zoo!

Todos callaron; el Alcalde porque andaba controlando quién cogía los relojes, las sortijas y el Ferrari (en el Ayuntamiento no había corruptos y quería que siguiera así), y los demás, porque sopesaban los pros y los contras de una sugerencia tan novedosa, hasta que un jubilado resumió el sentir general.

-¡Es maravilloso! -exclamó-, atraerá visitas e ingresos, no tendréis que trabajar y nos servirá de entretenimiento.

La Plaza se vino abajo en un puro grito:

-¡Dios protege a la inocencia! ¡Dios protege a la inocencia!

No había más que hablar, pero cuando el secretario iba a levantar la sesión (la ruina era el único punto del orden del día), las mentes lúcidas no se lo permitieron alegando que había que designar una comisión de sabios que buscase nombre al Zoo. Esa fue harina de otro costal, porque los elegidos no llegaban a un acuerdo y cuando el arbitrio y la desesperación empezaban a hacer estragos en la animosa predisposición de aquellos ciudadanos, se alzó una voz profunda del paño de los místicos:

-Si va a cambiar el futuro? ¿por qué no lo llamamos el "Zoo de los Milagros"?

Lo aprobaron por unanimidad y, como de menos lo hizo Dios que lo hizo de la nada, al día siguiente se pusieron a buscar subvenciones, por supuesto en un ambiente de amor y cooperación.

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