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Amor en su justa medida
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Amor en su justa medida

Actualizado 12/11/2015
Juan José Nieto Lobato

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Últimamente paso las noches de los jueves en el micrófono abierto de El Alcaraván escuchando versos, leyendo con los oídos relatos de todo tipo, saboreando improvisaciones musicales y emborrachándome de un ambiente bohemio que se halla en claro peligro de extinción. Dos jueves, al menos, el ilustre anfitrión de estos encuentros tuvo a bien leernos un relato basado en el extracto de una entrevista en la que Italo Calvino reconoce su amor por algunos autores clásicos de la literatura separándose de quienes sopesan unos talentos con otros, de quienes enfrentan distintas tradiciones o formas de narrar como si no fuera posible quererlos a todos sin atender a odios o rivalidades bastante irracionales, qué quieren que les diga.

Así, si me lo permiten, en un ejercicio de plagio creativo (faltaría más) voy a hacer lo mismo con todos aquellos que me emocionaron practicando la actividad deportiva. Si no les importa, emplearé para ello un presente atemporal al considerar que sus hazañas son como esos escritos que siempre se pueden volver a bajar de la estantería, tomar y degustar en una fresca mañana primaveral, durante un tórrido mediodía veraniego o en una fría noche de invierno mientras la lluvia golpea, incesante, la ventana de nuestro dormitorio (y supongo que también a cualquier hora del día en otoño, pero no me cuadraba).

Amo a Michael Jordan, por sus vuelos, por sus retiradas y por sus regresos (aún esperamos el siguiente). Amo a Miguel Indurain, por destrozar a sus rivales apretando la maneta del freno para dejarles, literalmente, ganar de vez en cuando. Amo a Usain Bolt, por darle al hecho de correr un aspecto frívolo y desenfadado. Amo a Severiano Ballesteros, quién no lo haría. Amo a Arancha Sánchez Vicario, ella me enseñó lo que significa la palabra lucha (Rafael Nadal me lo recordó cuando empezaba a olvidarme. También a él lo amo). Amo a Valentino Rossi casi tanto como me cabrea. Amo a Roger Federer, por hacerme entender, al fin, a Einstein y la paradoja del tiempo. Amo a Gary Kasparov y quisiera jugar como él al ajedrez. Amo a Javier Sotomayor, aunque a mi madre le cabreara que me pasara los días saltando el lateral del sofá situado a 2, 45 metros de altura en mi imaginación.

Amo también a Zinedine Zidane por enseñarnos a bailar, o intentarlo, con un balón en los pies. Amo a Tiger Woods, mucho más que cualquiera de sus miles de amantes. Amo a Raúl González, ya lo expliqué en estas líneas. Amo a Ayrton Senna, aunque solo recuerde vagamente el día de su muerte, quizá por esto. Amo a Stéphane Peterhansel, "Monsieur Dakar", por sentirse seguro en medio del desierto guiado por un instinto que diríase inspirado por el mismo dios. Amo a Larry Bird, más bien su leyenda. Amo a Serena Williams, cualquiera la ofende, aunque la que me impactaba de verdad, de bien pequeño, era Steffi Graf. Amo a Michael Phelps porque apenas soy capaz de flotar en el agua. Amo a Tom Brady, por dejar de ser nadie para convertirse en el mejor quarterback de la historia (¿cuánto trabajo cuesta eso?). Amo a Gregg Popovich, Phil Jackson, John Wooden, Mike Kzyzewski, Red Auerbach y a todos aquellos que hicieron del oficio de entrenador de baloncesto un arte y una forma de vida que bien podría dar por buena un servidor cuando llegue el último de sus días y siempre que el final no sea turbulento y conceda un tiempo para la reflexión.

Los amo a todos, pero tampoco se crean que tanto. No les pediría un autógrafo ni me haría una foto con ellos. Y es que sigo pensando que nos hemos equivocado de ídolos.

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