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San Martín, un húngaro en Tours
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San Martín, un húngaro en Tours

Actualizado 09/11/2015
Antonio Matilla

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(Relieve de San Martín cortando la capa. Sacristía de la iglesia de San Martín - Salamanca)

Pasado mañana es San Martín y este año parece habernos regalado uno de sus tradicionales veranillos que hacen del otoño salmantino una estación dulce y placentera, aunque no vendría mal que fuera algo más lluviosa.

Hoy en día presumimos de modernidad y de comunicaciones ultrarrápidas que globalizan el bien y el mal, la solidaridad y el racismo, la pobreza más extrema y el despilfarro más estentóreo, como dijo un aprendiz de corrupto que tiene muchos discípulos aventajados; pero eso de derribar fronteras y hacerlas permeables no es cosa de ahora, porque allá por el año 317, en Panonia, provincia romana en el actual territorio de Hungría, Croacia, Eslovenia, Bosnia-Herzegovina y Austria, nació Martín, hijo de un oficial de la guardia imperial romana. Siguiendo la costumbre, casi ley en aquel momento, de que los hijos de militares debían serlo también, fue soldado de élite desde los 15 hasta los treinta y tantos años. Después de bautizarse, por presión popular, acabó siendo obispo de Tours, a 1.500 de distancia.

Estando en el Ejército tuvo ocasión de convivir de cerca con la muerte, con la violencia, con el dolor, el miedo y la angustia, con la pobreza y todos los desastres de cualquier guerra de cualquier época. ¿Fue esta familiaridad con los misterios del mal y el sufrimiento lo que le llevó a poner en crisis la religión tradicional romana que había recibido de sus padres paganos? ¿La experiencia de la guerra fue ocasión para descubrir al Príncipe de la Paz? ¿Se puede encontrar a Dios en medio de las batallas?

En un frío día de invierno, Martín tuvo una experiencia que a muchos no les hubiera hecho ni siquiera desviar la vista del camino marcado, pero a Martín le cambió la vida: un pobre andrajoso, con el viento helado colándose hasta sus huesos a través de los huecos de los harapos que malcubrían su cuerpo, se cruzó en su camino y ya sabemos lo que ocurrió: desenvainó la espada de guerra, cortó la capa en dos mitades y le dio una de ellas al pobre, lo que le permitió sobrevivir durante aquel invierno. ¿Por qué un soldado joven y bien alimentado como él no fue más generoso con el pobre aterido de frio? La honradez se lo impidió, pues el manto, como todo su equipamiento castrense, era en parte suyo y en parte del Ejército y solo pudo ayudar con lo suyo.

¿Cómo podemos partir hoy nuestra capa con el pobre? ¿Qué media capa necesita?

Compartiendo lo nuestro, no lo ajeno para quedar bien, sacar votos o hacerse publicidad. Regalando parte de lo más valioso: nuestro tiempo en forma de voluntariado. Ofreciendo a los que están solos nuestras orejas no para oír sus lamentos, sino para escuchar el latir de su vida interior y latir con ellos al unísono.

Practicando la contemplación y la lectura creyente de la realidad: así como a Martín se le apareció Cristo en sueños cobijado bajo media capa de soldado, entrenarnos para ver al Otro en el otro, que es su sacramento, especialmente si necesita una media capa.

Nada de esto es obligatorio. A Martín le salió de dentro. Amar es cumplir la Ley entera.

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