Emilio me sirve una tapa de boquerones que parecen vivos, no por lo frescos, sino porque se me escapan cada vez que quiero pincharlos con el palillo.
Mientras me afano en la pesca del pinchito, escucho en la tele que en España hay más de tres millones de trabajadores que cobran menos de mil euros al mes. ¡Y eso que ya hemos salido de la crisis!
Trato de hacer un cálculo mental sumando a esa cifra a los que bien del subsidio del paro y a los que malviven sin subsidio siquiera. Me mareo con el resultado y no termino la operación. El vértigo de ver cuánta gente lo está pasando mal, realmente mal, me provoca arcadas.
Emilio rellena mi vaso de vino, pero no me dice nada. Me ve meditabundo, cabizbajo, preocupado. En la tele, el Presidente del Gobierno protagoniza un acto de homenaje a los símbolos patrios. Le veo rendir pleitesía a la bandera y pienso que con el estómago lleno es más fácil sentir afecto por los trapos de colores que con el estómago vacío. Luego nos sorprendemos del creciente desapego de los españoles a los símbolos.
Me acuerdo de la porrada de dinero que costaron algunas de las banderas que colocaron los ayuntamientos en rotondas y plazas, para enardecer de españolismo los corazones de los ciudadanos. ¡Otro gallo, pienso, nos habría cantado si hubiesen mimado los estómagos de las gentes como si fuesen corazones rojigualdas!
Me ayudo con una lámina de ajo para hacerme con el último boquerón. La tapa estaba buena, muy buena. Lástima que los pensamientos no la acompañaran.
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