XVII
Bajar de los tabores, Teresa,
hasta los cauces
del río de las sombras: mancharse
las manos sin mancharse
con el brillo heridor del Becerro
de Oro, sumergirse en la ceguedad
de la Máscara obscena y mentirosa
para poder decir
el veneno de sus vísceras.
Y aguantar de pie, verticales,
enhiestos como los cipreses
de los cementerios, a pesar
de las humillaciones de la Bestia
que rige los destinos
y aniquila. Saber
interpretar el color amarillo
cuando llega noviembre
y hace frío en la casa.
Regresar
con los ánades viajeros
al lugar de la partida como los álamos,
desnudos, regresan al invierno
inexorablemente. Arrodillarse
y beber en las cuencas de la carne
el acíbar de los cactus, el hedor
amarillo de las zarzas ?Auschwitz,
Hiroshima, Chechenia, Torres Gemelas,
Madrid 11 de marzo, Iraq,
Palestina...?. Y entonces
con el rescoldo del fulgor
robado a los dioses aún reciente
en el rostro, iluminar
las pupilas vulneradas de los huérfanos,
acompañar la sola
singladura de los náufragos.
Romper la carne ?roja,
amarilla, eucarística?
como se rompe un espejo
en mil pedazos para darse
en cada uno de ellos. He ahí
la ley: dejarse derruir,
pudrirse, para nacer
en los albores
de una nueva primavera. Subir,
subir de nuevo, como Sísifo,
tras la memoria vigilante
de los supervivientes
encontrados de pie en los taludes
del sendero hasta la puerta
del Castillo donde crecen
los dardos que nos llagan,
Teresa.
Y solazarse allí
en aquietada espera
hasta la Luz final,
inmarcesible. Trocar
tras de la larga herida
de la muerte y sus hoces
esta carne con sus sombras
y olvidos, tan de invierno,
estos ojos devorados de presbicia,
en una carne de luz,
germinal, crecida
su estatura más allá
de las paredes impuestas,
desconchadas, de la casa solariega:
carne transverberada
en dulcedumbres de oro,
donde habitar, Teresa.
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