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Lección magistral
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Lección magistral

Actualizado 17/10/2015
Manuel Lamas

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Francisco es un hombre bastante mayor, pero su aspecto juvenil le devuelve la frescura de los jóvenes años. Su semblante siempre risueño es como un abrazo, a través del cual, gana la confianza de las personas.

Un día de otoño apareció por el pueblo. Nadie conocía su procedencia y, aunque la sintonía con los vecinos no podía ser mejor, algunas personas no entendían que alguien pretendiera integrarse en una comunidad que casi todos abandonaban.

Los chismosos del lugar necesitaban más datos acerca del nuevo vecino. No querían defraudar a esos oyentes incautos que se encuentran al doblar una esquina, ni tampoco a los que malgastan su tiempo sobre la barra del bar.

Pasaron algunos meses y Francisco cogió más confianza con la gente. Hablaba con unos y con otros; todos estaban encantados de su compañía. Había algo en él que le hacía diferente a los demás. Sabía escuchar, nunca tenía prisa al emitir sus réplicas. Dejaba que su interlocutor hablara cuanto quisiera antes de tomar la palabra y, cuando lo hacía, demostraba haber prestado atención a lo que había escuchado.

Pero Francisco no era un sabio, tampoco un iluminado. Conocía la condición humana y no le resultaba difícil empatizar con los demás. De alguna forma, hacía suyos los problemas de los otros y trataba de resolverlos como si de asuntos propios se tratara.

Un día se celebró una reunión en el pueblo. Los vecinos, por mayoría, acordaron pedir que Francisco algo de su tiempo; querían escuchar una lección magistral, es decir, una lección sobre la vida. Él conocía mejor que nadie el laberinto humano. Su equilibrio emocional no se torcía fácilmente; su enorme paciencia le hacía abordable por cualquiera. A todos trataba por igual, mientras su vida discurría con suficiente discreción.

En poco tiempo se encontró frente a un auditorio suficientemente conocido, y procedió de la siguiente forma: Queridos amigos, a muchos os extrañará mi presencia en este pueblo. Para vuestra tranquilidad, he de comunicaros, que la casa donde resido me pertenece legalmente. Vuestro vecino, ya fallecido, era mi hermano y me dejó como herencia esta propiedad.

Respecto a la segunda cuestión que me ha traído hasta vosotros, nada puedo deciros. Como veis no traigo conmigo papel, tampoco pluma, ni libro del que pueda extraer enseñanza alguna. Solo quiero haceros partícipes de un sentimiento, quizá se trate de una forma distinta de abordar los problemas que plantea la vida.

Nada de cuanto una persona pronuncia ha de considerarse patrimonio de quien lo proclama. Nadie puede acreditar su valor por lo que dice, sino por lo que hace. Por tanto, ningún alma es la fuente de donde pueda extraerse conocimiento pleno.

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Aquello que buscáis está dentro de vosotros y, si llegáis a encontrarlo, ya no os pertenecerá. Esa sabiduría ha de expandirse libremente; ha de correr como el agua de los ríos que apaga la sed de nuestros campos. Ese conocimiento, no puede ser retenido por el tiempo ni limitado por los espacios. Es anterior a todos nosotros y permanecerá cuando marchemos. Nuestra misión consiste en servirle de hilo conductor y, en la medida en que lo hacemos, son resueltos nuestros problemas.

Sé tanto de la vida como vosotros, pero conozco este principio y lo aplico. Nuestras carencias no son de cosas, sino de afectos. Ni siquiera la riqueza puede curar las brechas que nos abre la vida. Es en el alma donde se produce el daño que acusan los cuerpos.

Esta lección que me pedís, hemos de completarla entre todos. Saber escuchar es el primer paso para resolver los propios problemas. Por tanto, este encuentro quiero que se convierta en un coloquio en el que cada uno exponga aquello que le inquieta. Los demás han de dejarle hablar y prestarle la debida atención.

Pasaron dos horas y, entretenidos en la conversación, no se dieron cuenta de que Francisco se había marchado. Nadie le echo en falta.

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