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"No son raquetas, son palas", me dijo mi hermano cuando le pedí la herramienta para jugar al pádel con otros tres padres. Era un viernes y tenía una motivación extraordinaria. Estaba cansado de caminar solo, necesitaba hacer ejercicio pero, sobre todo, estaba ansioso por jugar y pasar un buen rato. No había sido nada fácil ajustar las agendas de cuatro trabajadores adultos con familias a las que atender. Pero lo conseguimos.
Decía que era un viernes de final de verano. La cita era en una urbanización de adosados a las afueras de un pueblo púnico. Al sur de Madrid. Y allí que me planté con mi moto, mi chandalito, mis PALAS y una mochila con dos litros de Acuarius y Gatoreid. Todo perfecto.
El más ducho de los cuatro, el que cedía la pista de pádel para el test, nos dio unas nociones básicas. Explicó las normas y, con paciencia infinita, insistía una y otra vez en la importancia de la pared. No hizo falta echar a suertes los equipos. El más gordo y entrado en edad, - o sea, el menda lerenda - iría con el que más sabía. Y empezamos a pelotear. Sin raqueta, con la pala. Ofcors.
La noche estaba avanzada, pasaban de las diez. Ganábamos dos sets a cero (luego me enteré que el partido debería de haber acabado porque es al mejor de tres) y le dábamos a la pelota concentrados porque íbamos en el marcador con un ajustado cinco juegos a cuatro. Estaba al caer la bola de set. Y cayó. Pero no la bola. Me caí yo.
Recuerdo la jugada confuso. Se me había metido el sudor en los ojos. No llevaba gafas y los focos destellaban cuando entornaba la vista en busca de la pelota. Me pesaban las piernas. Mi mente llegaba antes que el resto de mi cuerpo a un punto que fue definitivo aunque nadie lo celebrara. Creo que caí como un borracho cuando pierde pie y le fallan los reflejos para echar antes las manos. Me abrasé la frente, el pómulo y dejé parte de la barba entre las briznas de hierba artificial y la arena fina se me incrustó hasta las encías.
Me había caído. Me quedé tirado. Sentí la pala entre mis costillas y los padres del pádel se preocuparon. Los tres vieron la jugada a cámara lenta. Sucedió muy despacio en una décima de segundo. "Ha sido una caída fea" escuché a uno desde el suelo sin ningún dolor porque no me cabía con tanto miedo.
Poco a poco me reincorporé. En una fuente cercana me enjuagué las heridas. Fui recobrando la calma y, con ella, el escozor en ambas manos, en la rodilla y en la cara que me iba abrasando. Conseguí ponerme casco y guantes para subirme a la moto. Llegué a casa hecho un cristo y apenado. Les había jodido el pádel a los padres jodiéndome cara, costilla y manos.
Ha pasado el tiempo y las heridas se han curado. Sólo me queda una molestia en la muñeca izquierda y el dolor del costado.
"Para echarle salsa barbacoa" contesto por wasá a los padres preocupaos cuando, los muy cabrones, me preguntan por la costilla pensando en retomar el pádel. Parece que han olvidado que, a pesar del hostiazo, gané dos sets, gané el partido y gané las ganas de seguir jugando.
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