Conversaciones frente al espejo

Sanadores son los coloquios silenciosos que tenemos frente al espejo con quien nos acompaña desde el nacimiento, porque tranquilizan el ánimo, orientan las decisiones, estimulan la comprensión, fomentan la tolerancia y nos ayudan a sobrellevar los sinsabores, las decepciones y los quebrantos.

Reflexionar con nuestro doble reflejado en el espejo cuando la soledad nocturna envuelve los sentimientos con papel de celofán transparente a la verdad desnuda, es antojadizo placer que desvela misterios ocultos en la desgana ajetreada de los quehaceres diurnos, contaminados con prisas y ocupaciones, mientras todo duerme en silencio, menos el pensamiento que mantiene ensueños despiertos en duermevela hasta la madrugada.

No tenemos más a mano, ni mejor tisana, ni más fiel báculo vital, que tales conversaciones con nosotros mismos, como anticipó Pitágoras definiendo al amigo como el otro yo, inseparable consejero, eterno confidente y pañuelo para enjugar el brillo de las pupilas, cuando el dolor pone el alma contra las cuerdas de un manotazo.

Por eso, es bueno dialogar en animada tertulia con el otro que nos duplica, sin atribuir a trastornos identitarios disociativos las reflexiones que hacemos ocasionalmente en voz alta, cuando el íntimo recogimiento envuelve el aire donde quedan suspendidas las palabras.

Y si en algún momento hacemos a nuestra alma gemela depositaria de secretos inconfesables que nadie sabe, es para que les dé vida cuando a nosotros nos falte el aire, porque será ella quien sobrevivirá a nuestra desaparición, haciendo eterno el legado que le entregamos para ser recordados como fuimos.

Este amigo embrida nuestros impulsos cuando la irritación por desajustes morales, nos altera el pulso, y dicta lo que no debemos proclamar. Este huésped que nos habita alivia los desasosiegos si algo perturba el ánimo y desdibuja la esperanza. Él es quien aleja de nuestras vidas los desgraciados días de abandono cuando la parca se empeña en cerrar puertas y ventanas a un futuro imposible ante el desamparo. A él debemos el estimuló y fuerzas que necesitamos para seguir luchando, y la sonrisa en el espejo, cuando el llanto se hace huérfano de la felicidad que anhelamos.

Es el el otro yo que nos habita, certero en el consejo, inflexible en la exigencia, tolerante con los errores, y crítico leal desde la cuna, sin clavarnos espinas en el alma, pero obligándonos a prometer que no volveremos hacer aquello que no deberíamos haber hecho, mientras nos abraza consoladoramente dándole razones a Gil de Biedma para proclamar el amor a uno mismo, como la más innoble servidumbre.