Escribo al costado de los rescoldos de las elecciones catalanas de hace diez días. Evito caer en el análisis de sus resultados, de sus efectos. Otros ya lo han hecho, lo hacen y lo seguirán haciendo. Es un continuo, en ocasiones tedioso, que jalona diferentes hitos, el próximo el 20-D. Sin embargo, hay cosas enlazadas que no puedo soslayar pues saltan sobre mí cuando menos lo espero, al abrir la ventana a la actualidad o, simplemente, por la inercia de la vida. Un conjunto de historias que no me dejan en paz a costa de la identidad, ahora de la nacionalidad, del sentido del "qué somos"; la respuesta cicatera, cuando no huidiza, a preguntas incómodas o, al menos, enrevesadas que para muchos son inútiles, y para otros trascendentales.
Un fin de semana en una aldea portuguesa de la Beira Alta es un motivo para elucidar los efectos de lo que llamo la identidad prosaica: aquella que se proyecta en documentos propios, jurídicos y administrativos, certificando una nacionalidad concreta. Mis anfitriones son una pareja por encima de los setenta que pasaron un cuarto de siglo en Mozambique. Gente entrañable de origen humilde que acumula un rico legado de experiencias cuyo sentido hoy proyecta confusión. Una epifanía que moldeó una identidad determinada, concluida abruptamente en el primer tercio de su existencia abocándoles a un nuevo comienzo. Dejaron apresuradamente lo que era una tierra que creían suya con apenas un pasaporte entre sus manos. Si ellos renunciaban a un territorio del que eran colonos hoy otros abandonan Siria huyendo de la guerra, un país al que pertenecen por generaciones.
El pasaporte es la mochila liviana que todos llevamos gracias a nuestra nacionalidad cargada concienzudamente; una impedimenta que puede ser muy pesada porque acumula un legado de historias preñadas de invenciones; una retahíla que destila emociones, de amor o de odio. Un documento formal facilitadora de las cosas, pero que también las complica. Aunque en algunas situaciones pudiera trasformarse en una valija, un fardo donde dar cabida a objetos concretos. Como la de Walter Benjamín, una maleta perdida en cualquier rincón de Portbou, con legajos, cuadernos de notas, unos cuantos libros anotados y subrayados. La nacionalidad de uno de pronto se da la vuelta, no es un pasaporte con foto y estampillados, es un cadencioso atardecer en el río Zambeze o una libreta con garabatos que ya nadie entiende.
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