Evolución

La evolución abarca enormes períodos de tiempo, pero la lentitud con que muestra sus progresos, nos hace creer que el mundo siempre ha estado como lo vemos. Han de pasar muchas generaciones para apreciar las diferencias, y no será posible identificarlas si no sabemos de donde partimos.

En la esfera de las facultades humanas no están marcados los límites del conocimiento. Nuestras posibilidades, por tanto, son infinitas. Pero nuestra condición pensante, exige de nosotros nuevas aptitudes y esfuerzos a los que no estamos acostumbrados. La mente es un complejo mecanismo cuyas reglas de funcionamiento aún no se conocen. Hay demasiadas barreras que nos impiden ver la luz. Quizá, porque necesitamos alcanzar estadios más elevados en la escala de la evolución.

Si retrocedemos en el tiempo, vemos que nuestros antepasados disponían de un conocimiento muy reducido con relación al que nosotros disfrutamos. Si esa mirada la dilatamos hasta perdernos en la noche de los tiempos, advertimos la insuficiencia de conocimiento que tenían los primeros pobladores de la tierra para discurrir por el mundo que ahora ocupamos.

Previsiblemente, transcurridos miles de años, el conocimiento del que dispondrá la humanidad, no tendrá comparación con lo que hoy sabemos. Todo apunta a la evolución. El mundo, no solo sufrirá transformaciones muy importantes en su aspecto físico, también las personas cambiarán su mentalidad. Atrás quedará la barbarie y el sinsentido de la ignorancia, causante de todos los conflictos.

Estos cambios no los conocerá nuestra generación, ni otras que le siguen de cerca. Sin embargo, la evolución es imparable. No percibimos alteraciones en nuestro entorno, porque la trayectoria vital de un ser humano es demasiado corta; apenas supone un tictac en el mecanismo imperecedero del tiempo.

La evolución llegará con determinación. Así lo prescriben las leyes naturales. Su imparable ascendencia, otorgará a las personas incontables posibilidades, para ganar varios peldaños en la escalera del conocimiento. Ya no serán las guerras el mayor azote para la humanidad, ni las grandes empresas destruirán los ecosistemas para multiplicar sus beneficios. Todo eso se habrá superado.

Aquello que hoy se nos oculta, es la fuerza que nos mantiene despiertos. Ese desconocimiento, es un impulso hacia delante, para quienes no se conforman con una simple mirada. Pero, esa ignorancia, también forma parte de nuestra protección. Es la única garantía que tenemos para que nuestro mundo no se descomponga; para que no sufra el daño irreversible que le ocasionaría la voracidad humana, si tuviera en sus manos los secretos de la vida. Antes tenemos que amar a la Naturaleza como garantía de que será respetada.

Esa misma Naturaleza, que todo lo regula con infinita sabiduría, no puede haber dotado a las personas de un mecanismo tan preciso, como es la mente, para desintegrarse con la materia. Ha de ser otra su misión.

Quizá estemos en los albores de la evolución, y aquello que alimenta nuestro interés por lo desconocido es la luz que permanece activa para ayudarnos a encontrar la puerta de todos los secretos. Pero hoy no es buen momento para recibir tan preciado patrimonio. Un mundo tan distorsionado; tan caótico como el actual, no es buen lugar ni buen instante en la historia para que ese conocimiento retoñe. Serán los hijos de otro tiempo quienes se beneficiarán cuando se haya evolucionado lo suficiente.

La mente humana ha de transformarse primero para ganar de la Naturaleza su confianza. Quizá tenga que desaparecer nuestra civilización; es posible que tengamos que empezar de nuevo, como ocurrió hace 65 millones de años, cuando buena parte de las especies desaparecieron, tras la caida de un fragmento de materia de enormes proporciones.

Hoy no sería necesario el impacto de otro meteorito de diez kilómetros de diámetro para destruir nuestra civilización. Bastará el egoísmo de gobiernos opresores y la codicia de multinacionales para terminar con todo.