En el Día de la Cruz se hizo cierto el milagro, el credo, el rezo de cada tarde. Salió cara, salió orgullo. Orgullo ganadero, orgullo charro, orgullo de aficionados. Esa es nuestra cruz, esa nuestra pasión; esa nuestra gran suerte. Estábamos allí
Si el domingo la corrida era un desafío charro, la de hoy lunes bien podría ser la tarde del orgullo charro. Orgullo ganadero, con cuatro toros de Montalvo que propiciaron el triunfo rotundo de Sebastián Castella y Juan del Álamo y dos buenos murubes de Capea que permitieron lucirse a Hermoso de Mendoza, aunque el rejoneador no lograse las cotas de excelencia a las que tiene acostumbrados a los tendidos.
Orgullo charro de la mano de Juan del Álamo, que rubricó dos faenas que jaleó La Glorieta que al fin despertó del letargo firmando pasajes de altura por ambos pitones especialmente intensos con la mano izquierda, la de los billetes, la del corazón. Porque hoy, que era el día de la Cruz, no había ni lluvia, ni viento, ni dioses a la contra. Y si los había, la tarde los despreció y salió cara, levantando una feria, levantando miles de almas que salieron celebrando de la plaza la suerte de ser aficionados.
Orgullo de quienes abandonábamos La Glorieta paladeando la bravura, disfrutando del toreo, la sonrisa en la cara, la emoción en los poros, las gargantas rotas, las palmas reventadas, los pañuelos al aire. Hoy sí. Orgullo de sentirse partícipe, al otro lado de la barrera, de la grandeza del toreo, del milagro y la majestad de la estirpe brava, del privilegio de ser aficionados y decir en voz alta y sin complejos: yo estaba allí, yo soy taurino.
Era el día de la Cruz. En el Campo de San Francisco, en la capilla dorada, mi amigo Tomás pronunciaba el pregón de la Cruz frente al Cristo de los Doctrinos, el que duerme, sonríe y nos abraza desde lo alto; el que enciende de Pasión las calles de Salamanca en la noche del Lunes Santo desde el silencio azul de los caperuces y la sobriedad de los cardos que besan sus pies en el monte de las Calaveras.
Y en el templo del toreo salmantino, el de ladrillo colorado, se vivía esa otra pasión mayúscula escrita en minúscula, la que mueve al aficionado a ir de plaza en plaza como seguían los cristianos primeros al profeta; el rezo, la llama que se enciende cada tarde cuando todos esperamos el milagro y el milagro se posa en la arena y compensa las tardes de decepción y tedio, de agua y desierto. Porque eso es también la grandeza del toreo, su cara y su cruz, como la cruz de la sangre de Agustín Serrano, la herida, el riesgo siempre presente, la muerte siempre buscando carne donde hacer presa.
En el día de la Cruz, la tarde salió cara, como una moneda lanzada al aire que sólo podía salir cara porque no era cuestión de suerte, sino de justicia. Porque en la tarde sin desafíos ni galardones ni concursos Salamanca fue premiada con el trofeo de la bravura de los de Montalvo y se hizo verdad aquello de que cuando hay toro hay toreo, pasajes intermitentes de cante grande, sobriedad al natural, largura en los derechazos, alegría y jaleos en los tendidos y también el rezo tras las espadas, la celebración, que de todo hubo sin penitencias ni ayunos, sólo la esperanza y la fe.
Salió cara. Y Antojitos, que derrochaba clase, se encontró con Juan del Álamo, blanco y plata, y La Glorieta vibró y resucitó al cuarto día.
Salió cara. Y asomó por chiqueros Empleado, que de salida fue todo menos eso, pero ojito con esos mansos de manual que escarban y se frenan, que se van a tablas y pasan por los engaños como si la cosa no fuese con ellos. Ojo con esos que luego rompen en la muleta y humillan con clase, ritmo y cadencia, Empleado en mayúsculas, empeñado en defender la bravura que disfrazó de mansedumbre hasta encontrarse con Castella y ponerle en bandeja el toreo largo, el toreo sin tiempo.
En el Día de la Cruz la tarde salió cara. Salamanca rezaba a su Cristo Dormido, el de los dedos desgastados de besos y plegarias, y a sus dioses profanos, los que siempre habitaron en el campo charro, generación tras generación.
En el Día de la Cruz salió cara. Los que entraron a pie salieron a hombros, tocaron el cielo azul y limpio de Salamanca entera, ofrecida, entregada, jubilosa, y quien toreó a caballo salió a pie mientras los tendidos no sentían el frío prematuro de septiembre porque era orgullo y alegría lo que inundaba los tendidos. Salió cara, al fin.
En el Día de la Cruz se hizo cierto el milagro, el credo, el rezo de cada tarde. Salió cara, salió orgullo. Orgullo ganadero, orgullo charro, orgullo de aficionados. Esa es nuestra cruz, esa nuestra pasión; esa nuestra gran suerte. Estábamos allí.
Ana Pedrero