A nuestros años abundan las despedidas. Un amigo, una amiga vencidos por la edad se van muriendo la mayoría de ellos sin esquelas y en silencio. Algunos, los más afortunados, lo hacen rodeados de sus hijos en su casa, otros en una residencia de ancianos y los más en el hospital. En el mejor de los casos, de estos últimos, mueren en una habitación individual y si no en una compartida con otros dos enfermos. Llegado el momento final una enfermera oculta el desenlace tras una cortina que oficia a modo de sudario. Los visitantes propios o ajenos hablan en susurros y algunos lloran. Unos pocos, los más allegados, miran atónitos un rostro ya difuminado.
El resto se agolpa en el pasillo o en alguna sala de espera. Se saludan, se besan, se reconocen nerviosos después de tantos años, quizás sin verse, quizás sin hablarse. Se trata de un tiempo o tregua que les impone la muerte. Un respiro, en sus relaciones, pacífico y breve. Días después las aguas volverán a su cauce y la casa, los enseres, las heredades pasarán a ocupar las mentes familiares. Diría que, para muchos, es a partir de ese momento cuando se entierra al difunto de manera irrefutable. Hace unos días viaje al sur de España, a la Línea de la Concepción, a visitar por última vez a una amiga mía octogenaria que se estaba muriendo. Estaba internada en el hospital de esa ciudad aquejada de una grave dolencia cardíaca. Compartía habitación con otras dos pacientes. Apenas podía hablar. Cuando me vio se le iluminaron los ojos y me sonrió. Movía los labios intentando decirme algo. Me acerqué a ella lo más que pude.
Decía: "me voy a morir" y yo al oído: "sí, te vas a morir, pero te vas por la puerta grande". Sonrió de nuevo. Esta afirmación y este reconocimiento no se los diría a cualquiera, les aseguro. Por fortuna he dejado atrás las lisonjas y, quiero creer, los vituperios. Considero que la vida ha sido muy generosa conmigo. Generosa por haber tenido la ocasión de conocer a algunas personas como ella. Esas personas, en mi opinión, son referentes en la vida. Te la hacen inteligible y digna. Como diría Viktor Frankl tales personas te ofrecen gratuitamente una "porqué" ("Quien tiene algo por qué vivir, puede soportar cualquier cómo") Son personas "justas", son tzadikim. Toda su vida estuvo regida por una genuina certidumbre ética. Era pobre, vivió como una pobre y morirá como una pobre. También visitaba a los presos. Lo hizo conmigo y con otros en un penal militar uruguayo, allá por 1973. Había que tener mucho valor para hacerlo. Pues bien, ella y algunas otras compañeras lo hicieron. Mis compañeros, la mayoría de ellos ateos o agnósticos, muy pocos creyentes las miraban con profundo reconocimiento. Ellos, supongo en algo pienso lo mismo, sabemos que lo que importa es lo que se hace y no lo que se tiene o en lo que se cree. Y hacer, es hacer este mundo más habitable. Mi amiga octogenaria es una monja que empezó creyendo y terminó sabiendo.
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