La mujer que guía a los caballos
de los ojos dorados
se ha detenido al anochecer
en el cruce de los caminos,
bajo las alas negras de los abetos
y no sabe a dónde ir.
Lleva hierba fresca en sus manos
para ofrendársela al último sol.
Ha venido por una espesa senda
de naranjas y de limones caídos,
que nadie recoge.
Pequeños soles abatidos son los frutos
que manchan de sangre sus pies
y de oro rojo los cascos de los caballos.
No sé por qué, ante esta aparición,
recordé con dificultad
unos versos de Puschkin:
"Acaso se deba al silbo del ruiseñor
el temblor de la hierba de los prados.
Los bosques oscuros se inclinan hacia la tierra,
pero, debajo, cuánta muerte yace".
Antonio Colinas.
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