"Quienes no hemos visto a Manolete o a Belmonte, casi ni a El Viti, lo que veneramos son sus recuerdos masticados con las pestañas de otros"
En España, de siempre, se mira mucho y se observa poco. Quizá harto de eso Morante se agenció un cucurucho de tiempo, dejando caer los segundos como pipas, y se plantó frente a un grupo de antitaurinos que, mientras, le llamaban asesino. A él, un peatonal que torea, y pipea, inofensivo, como un viejo en La Alamedilla.
Aunque solo sea por respeto etimológico (a los animales se les mata, a las personas se las asesina), Morante observaba con sus gafas invisibles de preguntar, mientras encontraba el peor de los silencios, que siempre es el ruido, como respuesta. Quizá porque el murciélago nunca podrá contestar de qué color es el mar, no porque esté ciego, sino porque nunca se acercó a observarlo. Morante se convirtió así en un señor oracular, en un paisa que reina en la plaza, solo armado de pipas y tiempo.
Porque a Morante lo que le jode es que no le miren, o peor todavía, que no le sepan ver. A los toreros de leyenda se les mira de oídas y, en esa foto borrosa que es la posteridad, cuenta demasiado la dioptría del contemporáneo, del que luego tendrá que contarle a sus hijos lo que vio, porque la Historia no es más que la incansable sucesión de los ojos de nuestros padres. Al toreo, al bueno, le pasa lo que a las guerras o a las bodas, que pierden mucho en el video. Quienes no hemos visto a Manolete o a Belmonte, casi ni a El Viti, lo que veneramos son sus recuerdos masticados con las pestañas de otros.
Porque Morante es un patriota del tiempo, con el que juguetea a capotazos, y defiende una tarde que ya no es, que transcurre siempre en el ayer. Esencias con patillas, que cobijan la historia del arte del frío del verano.
¿Tiene sentido ser antitaurino? El mismo que tiene ser 'anticorbatas', o 'anti gin tonics'. Habría que borrar la huella grabada en Goya, oída a Alberti, que fue banderillero, a Lorca, a Gerardo Diego, a Sabina... olvidar esa metáfora de la España del hambre que es El Cordobés, y mutilar el castellano de todo símil taurino. Y eso ya es simplemente imposible.
La fiesta morirá el día que no interese, que supere, como el telégrafo, Raphael, o los pantalones de campana. Y, mucho me temo, para eso no queda tanto.
Nadie resiste el primer plano y el amor es sólo un suculento abrazo de miopías, un pacto por el que ninguno de los amantes saca del vaso de la mesilla las lentillas de ver defectos. A Morante me cuesta mucho mirarle con los ojos llenos de sospecha, que es como miran los frígidos y los notarios. Al gentío le gusta la mirada perdida del mentiroso y la mirada intensa del fanático. A mí, las gafas ciegas de Morante, que observa como aquel científico que se pregunta por qué migran las aves, o rebuznan los burros. Quizá sólo porque es su trabajo.
El realista sólo se amarga por anticipado, así que, de momento, yo apuesto por el optimismo, por Morante, por esta feria, y por unos versos de Gil de Biedma que retaban en el metro de la Ciudad Universitaria de Madrid: "Como todos los jóvenes, yo vine a llevarme la vida por delante". Como vendrá Morante a la plaza de Salamanca. Luego, los toros no servirán para el arte, igual que el poeta salió sarasa y murió de Sida pero, eso, a quién coño le importa ya.