El mundo se ha conmovido ante la imagen de un niño sirio llamado Aylam, que apareció ahogado en una playa del mar Mediterráneo, arrastrado por la marea. Al menos aquí en España, y podemos suponer que en todo Occidente, porque estamos en un mundo globalizado, y corren las imágenes y los comentarios, como hace poco más de medio siglo se divulgaban los chismes en mi pueblo.
El problema es que le pueda suceder y le haya sucedido eso al niño sirio, que haya muerto ahogado al querer cruzar el mar con sus padres en una barquilla insegura huyendo de la guerra. Lo trágico es que haya muchos niños que mueren al cruzar el mar o en las guerras de Siria o en las muchas que hay en todo el mundo y ni siquiera sabemos que existen, ni que han muerto. Algunos tienen la dudosa y trágica suerte de ser fotografiados y de que los conozcamos por las imágenes de la prensa y la televisión. Pero miles, millones de niños mueren anónimamente en la guerra o por el hambre y otras calamidades y nadie se acuerda de ellos, porque ni siquiera los conocemos. Si acaso pasan a formar parte de alguna fría estadística. Pero no tienen nombre. Son anónimos.
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