Soy consciente de que ya me he referido en otras ocasiones a la utilización de los espacios públicos para fines privados, y a la usurpación de lo que es de todos en beneficios de algunos; admito que puede llegar a ser algo obsesiva mi queja por la proliferación de terrazas que han colonizado hasta el último centímetro de las aceras y calles peatonales; puede que muchos piensen que es una forma de creación de riqueza y que compensa las molestias que puedan causarse; incluso habrá quien opine con buen criterio que estas quejas son hipócritas porque los que nos quejamos también utilizamos las terrazas y disfrutamos de sus servicios.
Todo esto es cierto, pero no podemos dejarnos llevar a una discusión tan simplista. Es magnífico poder sentarse en una terraza en un lugar tranquilo, tomar algo con otras personas y disfrutar de la placentera sensación de ver pasar la vida acariciados por el sol o envueltos en la brisa nocturna. Ahora bien, una cosa es que las terrazas sean agradables y otra muy distinta es que sean lo único que exista y que toda la vida ciudadana tenga que rendirse a las exigencias de los empresarios hosteleros. Es necesario tener en cuenta que estamos hablando del espacio público, es decir, de lo que es de todos y puede ser disfrutado por todos; los espacios peatonales deben ser básicamente espacios precisamente para los peatones, para el paseo, para la estancia, para los juegos infantiles, para el disfrute de la ciudad por todos y todas sin exclusiones.
Sin embargo, cuando el uso de un espacio público deja de ser compartido y se atribuye en exclusiva a unos pocos ya no estamos ante el agradable uso de un derecho, sino ante un abuso que no puede consentirse. En unos pocos años hemos ido sufriendo un desalojo de las personas en beneficio de los negocios; cuando se concedía el uso de una terraza el criterio era que el espacio peatonal tenía que seguir siendo usado en su mayor parte por las personas que no están en la terraza, porque son mayoría, y así se marcaban unos espacios razonables en los que las terrazas eran una parte más de una plaza o de una calle en la que cabían muchas más cosas. Ahora, cualquier que quiera dar un paseo por Salamanca se encontrará rodeado de mesas y sillas (cuando no auténticos sillones), de espacios colonizados por los bares que han convertido la calle en extensión de sus negocios, de mamotretos cada vez más grandes y espectaculares, de macetas, vallas y cierres artificiales que han acotado la calle, y junto a ello con un montón de personas que ya no pueden pasear, que tienen que amontonarse para pasar por calles supuestamente peatonales, de horteras que están convirtiendo el casco histórico de Salamanca en un delirante parque de atracciones (que además no es más que la muerte lenta de la gallina de los huevos de oro, porque quien viene a Salamanca busca conocer una auténtica ciudad monumental y no un mero enjambre de terrazas igual al de cualquier lugar de costa que hasta impide la contemplación de la ciudad).
Y no es solo una cuestión estética, siempre discutible, ni tampoco una cuestión de cantidad; ahora ya hemos dado el paso siguiente, es una cuestión de concepto. La terraza es la que está ocupando un espacio público y por lo tanto es la que está de prestado, pero ahora resulta que es al revés, la terraza es el espacio y los que simplemente queremos caminar por la calle parecemos ser los que estorbamos, los que casi tenemos que pedir disculpas por pasar por allí, y eso cuando existe paso y no nos encontramos ante un auténtico muro (hagan la prueba de caminar desde la calle Gonzala Santana hasta la Calle Correhuela pasando por la calle Obispo Jarrín y la Plaza de Sexmeros, e intenten hacerla con un carrito de la compra por ejemplo).
Y esta distorsión conceptual es la que tenemos que combatir. Cuando el negociante privado pasa de ser un ocupante de un espacio que no es suyo a sentirse el dueño de este espacio se llega a la privatización de lo colectivo, y al esperpento mayúsculo que ha supuesto la celebración de una fiesta privada en la Plaza Mayor, en la que era necesario tener licencia de un empresario para poder caminar por un espacio público, y todo ello bendecido por la presencia de políticos locales que se exhibían ante los atónitos ciudadanos entregados a comer y beber en un impúdico escaparate.
Lo que no consiguió la dictadura represiva, lo que no consiguió aquel Fraga que gritaba que la calle era suya, lo está consiguiendo el mercantilismo que parece ser nuestra única guía de vida: que la calle no sea de todos, solo del que pueda pagarla.
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