Como es verdad el dicho tan repetido de que vale más una imagen que mil palabras, hay que reconocer que la imagen del momento es la del pobre niño Aylan, de sólo tres años, ahogado en una playa de Turquía cuando, con el resto de su familia, huía del horror que se vive en su Siria natal. Hay que tener un corazón muy duro para no estremecerse. Pero, tú que me estás leyendo en este momento, ¿sentirías lo mismo si el niño fuera de tu familia, si le conocieras, si en tu entorno se estuviera pasando por las mismas vicisitudes que vivieron los suyos? ¡Claro que no!
Empecemos por imaginar qué clase de pánico empuja a esa oleada de seres humanos que, conscientes de lo que se juegan, toman tan arriesgada decisión porque, sencillamente, si no lo hacen, les espera un macabro final precedido del martirio seguro a manos de unas huestes criminales. Es dramático pero no hay elección posible; la alternativa de quedarse en su tierra es la muerte segura, porque los ejecutores no son personas normales, son bestias salvajes que dan cabida a un ejército de perturbados con apoyo suficiente para proseguir el exterminio de quienes no acepten sus condiciones. Por más que alguien intente disfrazar su locura como fruto de una extraña religión, hay que convenir que se trata de asesinos terroristas a quienes se ha concedido el error de ser minusvalorados y ellos lo han interpretado como cobardía de quienes deberían acabar con sus crímenes. Han conseguido imponer el imperio del terror y, ante tal situación, ¿cómo nos va a extrañar el éxodo masivo de una población donde los muertos ya se miden por centenares de miles?
En una buena parte de Oriente Medio está anidando el mal llamado Estado Islámico, bajo banderas con distintos nombres pero con el denominador común del odio y la persecución a todo lo que huela a occidente y a quienes dentro del mundo musulmán no estén dispuestos a someterse mansamente a sus modos y costumbres anclados en la Edad Media. La proliferación del uso de redes sociales unida al movimiento de jóvenes occidentales "indignados" y jaleados, está proporcionando un buen número de idealistas madurados por hábiles y fructíferos mensajes lanzados desde no pocas mezquitas y medios de comunicación. Después del adiestramiento mental se les facilita la marcha a zonas de conflicto para completar su adiestramiento militar. Con frecuencia estamos viendo ?porque muestran un especial interés en difundir las imágenes de criminales hazañas- la crueldad que exhibe más de un asesino escondido bajo el anonimato que le proporciona un simple pasamontañas pero que, en realidad, enmascara a un ciudadano del mundo occidental ebrio de jihadismo justiciero. Así tenemos países enteros, como Siria,Irak o Libia convertidos en campos de ensayo para la construcción de un nuevo mundo a su medida.
La rama musulmana del movimiento terrorista que ha escogido como campo de acción el centro y norte de África aprovecha la pobreza de la zona para predicar su programa salvador. Aquí lo tienen más fácil porque necesitan menos medios para imponer su voluntad. A personas hambrientas y desarmadas, a veces gobernadas por dictadores y otras por ignorantes, no es difícil doblegarlas si a la resistencia se responde con el asesinato, el secuestro o la violación.
Creo que las potencias ya han esperado demasiado tiempo para atajar este sangriento problema. En una y otra zona de conflicto ya han muerto tantos seres humanos que un mundo que mira para otro lado no tiene derecho a hablar de Derechos Humanos. Ante un hipotético reparto de personas sin hogar que buscan ayuda para sobrevivir, los dirigentes de países capacitados para acogerlas están regateando el cupo que pueda corresponderles. Es cierto que no estamos atravesando el tiempo de las vacas gordas, pero aquí se trata de salvar la vida. Cuando nuestros compatriotas tenían que emigrar a países europeos buscando el trabajo que no había en España, no estaba en juego su propia vida, nadie se fue porque en su hogar sufriera verdaderas persecuciones, sencillamente buscaban la forma de solucionar unas carencias que aquí resultaban prácticamente inalcanzables. Hoy, los que huyen de Siria e Irak, lo hacen porque, de lo contrario, serán irremediablemente masacrados. Y quienes intentan atravesar el Mediterráneo en embarcaciones de juguete, esquilmados por mafias que no dudan en abordar la travesía aún a sabiendas de la imposibilidad física de logarlo, lo hacen porque sus países no tienen lo suficiente para poder sobrevivir, o porque está dominado por bandas que primero disparan y luego preguntan.
Ante estos seres desamparados que buscan acogerse al estatuto de refugiado, la sociedad debe actuar ya. Lo primero es atender sus necesidades básicas. Es cierto que se aprecia un movimiento de solidaridad, pero para eso también hace falta una coordinación eficaz. Siempre serán medidas que requieran del empleo de unos determinados fondos de economías que, en muchos casos, no sean boyantes. Pero también es verdad que están surgiendo organismos oficiales dispuestos a colaborar, y algunos no oficiales ? la Conferencia Episcopal Española acaba de recomendar a diócesis y órdenes religiosas poner a disposición de los refugiados aquellos establecimientos susceptibles de transformarse en albergues-.
Si a ello se une la segura respuesta de hogares particulares abiertos a colaborar en este movimiento de acogida, nunca sería difícil aliviar a varios miles de personas en situación crítica. Para que este movimiento solidario sea eficaz y no se convierta en una liga para ver quien lo hace más y mejor, es imprescindible un control central que siempre deberá correr a cargo de los Gobiernos.
Naturalmente, después de la solidaridad del momento, debe atacarse el problema de raíz. En algunos casos con programas de ayuda y colaboración para conseguir el desarrollo de países que ahora son inviables. En otros es necesaria la intervención militar coordinada que termine con las bandas armadas asesinas. No es fácil pero, de una vez, hay que admitir que es imprescindible. ¿Estamos dispuestos a poner los muertos o esperamos a que los ponga otro? Esa es la cuestión
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