Es posible, e incluso muy probable, que no nos importe nada todas las extensas informaciones que los medios de comunicación nos brindan sobre la enorme cantidad de inmigrantes subsaharianos que fallecen y están enterrados en el gran, enorme, cementerio en que se ha convertido el Mare Nostrum. No importa que vengan buscando una mejor vida, en la mayoría de los casos solo una existencia en la que poder vivir decentemente. No importa que en sus países de origen sean masacrados por mor de unas guerras fratricidas donde lo único que subyace es el poder y el dinero. Y no hay ni habrá vallas suficientes en cantidad ni en altura que sean capaces de evitar que los seres humanos busquen una existencia mejor, al menos para sus hijos.
Claro que tal vez, sólo tal vez, no sean seres humanos sino animales salvajes heridos por su deplorable existencia y que habrá que eliminar, según la teoría que Thomas Malthus implantara en la revolución industrial, para que no contaminen el bienestar del viejo continente ¡enormemente viejo!, que de puro antiguo no es capaz de comprender que la solución del problema no está en las vallas ni en la represión, sino en una mejor distribución de la riqueza universal, de la educación y de la formación de esos pueblos que se ven obligados a emigrar ante la tragedia que su vida supone. Por cierto, la mayoría de ellos se dirigen a Sudáfrica, Kenia o Nigeria.
Es posible, incluso muy probable, que hayamos olvidado nuestra guerra incivil y ya no recordemos la enorme cantidad de nosotros que tuvimos que buscar asilo en varios países incluidos Rusia, Méjico y Argentina, sin olvidarnos de Francia en que, huyendo de las más que probables represalias, nos encontramos con otra guerra de mayores dimensiones. Éramos los refugiados de la primera mitad del siglo pasado y nos recogieron como buenamente pudieron los distintos países a los que acudimos en busca de ayuda y socorro. Ahora, en la primera mitad del presente siglo son los sirios, fundamentalmente, los que vienen a Europa en busca de refugio y los recibimos con vallas llenas de concertinas, con fronteras guardadas por grandes contingentes de policía y, los que tienen suerte, con campos de concentración, ¡uy, perdón! quise decir campos de refugiados, donde se les atiende de esa manera que nos hacen conocer los medios de comunicación y que mueren en camiones asfixiados por las distintas mafias que, como buitres, se ceban con el mal ajeno y así recorren caminos, carreteras secundarias y trazados de ferrocarril; algunos morirán de hambre y cansancio pero como serán pocos no nos enteraremos y ya se sabe, ojos que no ven?
Y claro, es muy posible, incluso más que muy probable, que nadie recuerde que en Chibok (Nigeria) el 14 de abril de 2014 fueron secuestradas por Boko Haram casi 300 niñas, de las cuales 57 lograron escapar pero más de 200 siguen secuestradas. Eso sí, UNICEF y la ONU condenaron el secuestro (aquí hubiéramos puesto banderas a media asta y guardado un minuto de silencio); hubo manifestaciones en Nigeria, Londres y Los Ángeles. Excuso decir que los gobiernos británico, chino y americanos enviarían ¡cómo no! militares y expertos. Grandes, enormes declaraciones grandilocuentes. Hoy siguen secuestradas 219 niñas por las hordas de Boko Haram y ya nadie se acuerda.
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