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La vida en un chip
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LA MOSCA COJONERA

La vida en un chip

Actualizado 01/09/2015
Luis Gutiérrez Barrio

Desde sus cuadriculados y planos mundos, observaban a aquel marinero con envidia. Imaginaban una vida de viajes y aventuras, de lances amorosos, de los que hablaban los tatuajes grabados por todo su cuerpo. Envidiaban la libertad de poder abandonar el reducido mundo en que vivían y salir al exterior. Siempre habían sentido una enorme curiosidad y necesidad de saber que había más allá de sus reducidas y planas existencias.

A pesar de ser la envidia de todos, el rostro de aquel marinero, indicaba que algo oscuro, imposible de detectar, marcaba su existencia.

No recordaba que hubiera tenido otra vida fuera de la sórdida habitación de aquella fonda de mala muerte en la que vivía. No tenía memoria de que en su vida hubiera nada antes ni después de ese instante. Su existencia se ceñía a aquellas cuatro paredes. Del exterior solamente conocía el machacón sonido de la lluvia golpeando sin cesar los cristales de la ventana, a través de la cual nada se veía. Siempre con su petate de la mano en ademán de abandonar ese mundo. Pero una irresistible fuerza se lo impedía.

Sin saber por qué, en contra de su voluntad y activado por algún desconocido resorte, dejaba el petate y se metía en la cama con intención de descansar.

La cabeza empezaba a estallarle, aquella música le taladraba el cerebro. Una vez más se levantó de la cama, cogió el cepillo de barrer y antes de que llegara a golpear el techo, por alguna suerte de magia, cesó la música.

Regresaba resignado a la cama, sabiendo que tan pronto conciliara el sueño, aquel infernal sonido le despertaría y tendría que repetir todos los movimientos, uno por uno, sin solución de continuidad.

Tantas veces los había repetido que ya no sabía qué era lo esencial de su vida; si dormir y descansar o levantarse y coger aquel cepillo para intentar golpear el techo. Para él todo tenía el mismo sentido, el mismo valor, todo estaba en un mismo plano. Cada acto era consecuencia del anterior y todos formaban un círculo imposible de romper.

La sala se quedó vacía, nadie le observaba. Le hubiera gustado aprovechar aquellos instantes de soledad para salir al exterior, abandonar su plano mundo, o simplemente relajarse y descansar en paz, aunque solamente fuera por unos minutos. Pero aquella fuerza no descansaba ni le dejaba descansar, le dictaba en todo momento qué era lo que tenían que hacer. Era imposible resistirse.

El guardia de seguridad apagó las luces de la sala y accionó el interruptor que desconectaba todos los proyectores. El marinero, su habitación, todo su mundo, se fue haciendo cada vez más pequeño hasta alojarse en un microscópico chip, su averno, en el que vivirá eternamente encarcelado, como el mítico Sísifo, condenado a empujar su particular piedra, en una secuencia sin fin.

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