En los años de bonanza, cuando estábamos a punto de jugar en la Champions Ligue, no paraban de llegar ciudadanos extranjeros a España y, en concreto, a Castilla y León. En las farolas no cabían los anuncios pidiendo camareros, mano de obra para el campo y la construcción, servicios del hogar y cuidadores de ancianos y dependientes. Y como aquí no había gente disponible para tanta demanda empezaron a llegar de personas de todas las partes, sobre todo de la Unión Europea e Hispanoamérica, que ocuparon esos puestos de trabajo. La cifra de afiliados a la Seguridad Social creció casi de forma exponencial en muy pocos años. En Castilla y León se creyó que el maná, por fin, bendecía ese mundo rural nuestro abonado desde hace siglos al olvido, la ruina, la soledad, la vejez y la despoblación.
Se publicaban estadísticas que nos llenaban de esperanza. Por fin, pensábamos, cambia la tendencia. Rumanos, búlgaros, colombianos, marroquíes, subsaharianos o bolivianos empezaron a ser unos más entre nosotros. El paisaje urbano se volvió mucho más cosmopolita. Y en muchos pueblos familias enteras de otros países se hacían hasta con las concesiones de los bares situados en locales propiedad de los ayuntamientos.
Los de aquí se habían ido en los sesenta, setenta y ochenta al País Vaco, Cataluña, Alemania, Francia, Suiza o Bélgica. Se fueron, aunque cuando lo hicieron no se querían ir. Lo de ser emigrantes era la demostración de un gran fracaso como nación. Pero la falta de trabajo, sobre todo al mecanizarse el campo, obligó a coger el dos a cientos de miles de compatriotas. Pasaron años y años y en el medio rural fueron quedando cuatro y pasando muchos pueblos a ser pasto de los cardos. Cuando se inició el cierre de las escuelas por falta de niños comprendimos que había llegado el acabose. Por eso la llegada de inmigrantes fue como una bocanada de aire fresco.
Pero poco dura la alegría en casa del pobre. Tras echarnos de la Champion y vernos obligados a jugar en Segunda B nos hemos vuelto a topar con la realidad. Los que vinieron están echando el hato y se vuelven a sus países. Se acabó el paraíso; sin trabajo no hay paraíso.
Y la pregunta sigue ahí: ¿quién pagará nuestras pensiones? Si no procreamos porque nadie quiere complicarse la vida con muchos hijos, si los inmigrantes se van y si la pirámide de la población cada vez tiene más ancianos arriba ¿quién nos va a cuidar cuando lleguemos todos a los 100 años? Porque esa es otra: cada vez vivimos más tiempo, aunque sea a rastras, y peor que vamos a vivir porque tampoco hay dinero para pagar esas residencias que, por muy buenas que sean, a servidor siempre le deprimen.
Por eso, ante el panorama que nos rodea dejo bien claro un deseo: prefiero vivir menos. No soy aficionado al pesimismo, ni al lloriqueo, ni a la lástima, pero los hechos, los datos y las estadísticas son demoledores. Ya no podemos ni decir aquel verso con el que termina el poema de los Comuneros de Luis López Álvarez: si los pinares ardieron/ aún nos queda el encinar.
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