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Progresa adecuadamente
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Progresa adecuadamente

Actualizado 27/08/2015
Juan José Nieto Lobato

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¿Vieron a Nairo Quintana escalar Alpe D´Huez en la búsqueda del liderato del Tour de Francia? ¿Vieron la fuerza que imprimió en cada pedalada y cómo puso a Froome contra las cuerdas? Pues bien, sepan que necesitó para su ascensión dos minutos más de los que empleara Marco Pantani en 1997. Ello con bicis de materiales menos sofisticados, con rutinas de entrenamientos peor planificadas y dietas menos estrictas de las que existen en la actualidad. También Armstrong, desposeído de todos sus Tour tras ser denunciado por sus compañeros y confesar su dopaje y Ullrich, sancionado por dos años en su momento, llevaron a cabo varias escaladas a la montaña de las veintiuna curvas más rápido de lo que lo hiciera el colombiano.

Siéntense algún día, si tienen tiempo, y echen un vistazo a la lista de récords mundiales de atletismo. Sorprende ver cuántas marcas sobreviven tras haber sido logradas en la década de los ochenta y sorprende comprobar, también, cuántas le pertenecen a atletas procedentes de países de la órbita comunista, países en los que el deporte hacía las veces de propaganda y en la que la transpariencia brilló por su ausencia durante décadas. Galyna Chistyakova, soviética, saltó 7,52 en longitud en 1988; Yordana Donkova, búlgara, corrió en 12.21 los 100 metros vallas; Sergey Bubka, ucraniano, saltó 6 metros y 14 centímetros en 1994 y Jurgen Schult, alemán, lanzó a 74,08 metros el disco. Piénsenlo bien: hace años que las saltadoras apenas rozan los siete metros, que las vallistas no bajan de 12.40, que los pertiguistas no tocan los 6 metros o que los discóbolos no se aproximan a los 70 metros.

Ojo, también, con las marcas que dejara en su día la estadounidense (pues el dopaje no era ni mucho menos exclusivo de los países de la órbita soviética) Florence Griffith, muerta a los 38 años, en los 100 y 200 metros lisos. Aunque no diera positivo en ningún control, nadie duda hoy en día de que tuvo que echar mano de anabolizantes para soportar la carga de trabajo y para muscular su cuerpo. Sus marcas, probablemente imperecederas, de 10.49 y 21.34 permanecerán en el recuerdo, sí, pero en el de otros. Ella ya no podrá revisar los vídeos con su familia o, simplemente, en un ejercicio de vanidad, proclamarse ante el espejo como la mujer más rápida que haya pisado nunca el planeta. Florence Griffith alcanzó el éxito, sí, pero pagó por él el precio más alto que puede afrontarse.

La salud y la justicia deberían actuar como límites fronterizos entre lo que se puede y no se puede hacer a nivel biomédico. Ningún deportista, por atractivo que resulte el horizonte de la victoria y de la fama, debería exponer su cuerpo a la ingesta de sustancias que pudieran redundar en problemas físicos o psíquicos a medio o largo plazo. Y, por supuesto, toda competición debe garantizar la igualdad de partida entre sus participantes. Una igualdad que no es tal, es cierto, desde el momento en el que la genética da y quita cualidades, pero que al menos no debe quedar pervertida por el acceso oculto y privilegiado a avances en la medicina que provocan mejoras en el rendimiento que van más allá del talento innato y de aquel otro adquirido a base de horas y horas de entrenamiento.

La subida de Nairo Quintana a Alpe D´Huez, ostensiblemente más lenta que las de Pantani, Armstrong o Ullrich, y la ausencia de marcas estratosféricas en el mundo del atletismo, indican la presencia de importantes avances en la lucha antidopaje. El caso Gatlin, aunque haya reavivado el debate y levantado sospechas, no llega a ensombrecer el hecho de que se avanza por el camino correcto: el de la limpieza, la justicia y la convicción de que lo más importante es la salud del deportista. La lucha antidopaje progresa adecuadamente.

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