La tía Inés vivía en una pequeña casa, en un pueblo escondido, cerca de la frontera con Portugal. Su casa como todas las del pueblo era de piedra, planchas de granito, apelmazadas, jaspeadas, toscas. Así era también Inés, apelmazada por los años y con una tez jaspeada por los fríos y las canículas.
Todas las mañanas barría el zaguán de la casa de los restos de tierra que sus desgastadas zapatillas habían transportado desde el huerto hasta la cocina.
Tras ese rutinario trabajo descansaba un rato sentada al sol junto a la puerta desde la que veía pasar a los mismos vecinos día tras día, con los que hablaba del tiempo, del que hacía y del que pronosticaban, en un juego de pistas que les daban las nubes, el viento y el rocío de la mañana. Sus compañeros de charlas hombres o mujeres, pues, con los años y la costumbre los sexos desaparecían, eran el único pasatiempo de un día que se hacía largo pero concreto, lento pero metódico, esperado pero no por ello falto de la ilusión por alguna novedad que comentar: algún nuevo socavón en la carretera, un tejado derrumbado o en el colmo de noticias, el cambio del médico del dispensario de aquella olvidada aldea.
Un día alguno de ellos dejaba de pasar, de saludarla, entonces Inés junto al resto del pueblo acudían al cementerio a despedirlo, a saludarlo por última vez, entre llantos y recuerdos, en una liturgia bien conocida y de la que sabía que cualquier día ella sería la protagonista.
Su esposo hacía ya ocho años que faltaba, no había olvidado su rostro pero cada día, le costaba más dibujarlo en el recuerdo, le costaba tanto como calcular aquellos dos peldaños que ya casi a tientas tenía que subir para entrar en la casa, intentando descorrer la tupida y azulada cortina de sus cataratas.
Esa mañana mientras Inés dejaba pasar la vida sentada junto a la puerta, una pareja de forasteros aparecieron delante de ella. La saludaron y le preguntaron si la casa de al lado estaba en venta. Sorprendida les comentó que los dueños había muerto hacía ya años y que sus dos hijos vivían en Barcelona y no habían vuelto por allí desde que su madre, la última en fallecer, faltaba.
Deseosa de hablar por la novedad de la compañía, comenzó a relatarles como sus vecinos habían vivido en esa casa cuidando de media docena de vacas con las que abastecían de leche al resto de la parroquia.
En el pueblo nunca se había pasado hambre, ni siquiera en los años de la guerra. Todos tenían su pequeño huerto y quien más quien menos, uno o dos gorrinos que allá por San Martin eran convertidos en longanizas y demás viandas con las que tenían carne para todo el año.
La pareja la escuchaba atenta, incluso con esfuerzo, pues, les constaba entender algunas palabras que aquella mujer empleaba. Pensaban, cómo ellos, en los últimos tiempos, apenas alcanzaban a comprar en el hipermercado un pequeño paquete de jamón cocido, plastificado y envasado al vacío, que intentaban estirar para que les durase un par de días en la nevera del piso alquilado que tendrían que dejar pronto ante la falta de ingresos para pagarlo.
Pasaron casi dos horas de charla con Inés, aquella mujer de avanzada pero indefinida edad y regresaron al coche. Estaban decididos. Empaquetarían sus pertenencias y se trasladarían a aquel pueblo, para ser vecinos de Inés, vecinos del pueblo. Querían cambiar la linealidad de su avenida por la serpenteante topografía del camino de piedra, el desasosiego absurdo por la lógica de la tierra, el plástico por la arpillera, el grifo por el cigüeñal del pozo, la repugnante estridencia de la ciudad por la delicada monotonía del rumor del arroyo. Espantados del vaivén de su vida en la ciudad, se aventurarían por la quietud camino al huerto, tal vez se arrepentirían? pero, lo iban a intentar.
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