El intelectual ayuda a dar sentido a la existencia desde una perspectiva que quiere ser ecléctica, y en cierto sentido multidisciplinaria, porque la aproximación a la realidad no se hace desde una única área de conocimiento. Esa visión tradicional se ha desarrollado en los tres últimos siglos en el proceloso camino hacia la especialización y al estricto academicismo disciplinario. Lejanos los tiempos de la torre de marfil o del predominio, por no decir papel exclusivo, del Estado como agente cultural, el intelectual se ve hoy inmerso en soportes tecnológicos nuevos que potencialmente divulgan su tarea a cualquier rincón del mundo y a todo tipo de audiencia. Ayudado por la fascinante capacidad de difusión que tienen los objetos culturales encuentra un espacio ilimitado.
Sin embargo, esta maraña que tiende al infinito conduce a una hiperinflación de propuestas como nunca antes existió que corrompe su capacidad creativa. Los grandes soportes, que no son sino los viejos cenáculos actualizados en un proceso gigantesco de concentración, terminan no solo ejerciendo un papel de criba sino de ordenación de preferencias. La exuberante explosión de las ideas, de la creatividad, queda así cauterizada. Salas de exposición, periódicos digitales, canales de televisión a la carta, blogs, grupos editoriales multimedia, constituyen el nicho difusor que termina imponiendo tendencias, estilos, temáticas, interpretaciones. Frente a la floresta que supone el activismo de quienes mandan sus ideas al ciberespacio se impone con muy alta frecuencia la contención de un quehacer sometido a la lógica del mercado que difumina la frescura y la oportunidad.
El intelectual como adalid de lo eterno, de la verdad universal, por el que abogaba Benda, alguien que no se fija como objetivo inmediato un resultado práctico y que pone el acento en la pureza de la creación que presume un goce espiritual cuyo espíritu es primeramente erudito es una rareza.
Quienes han estado siempre a la expectativa de actuar cuando fuese necesario son una antigualla aparentemente hoy devorada por la contingencia. Más que estar al pairo pareciera que se han disuelto no solo en el proceso vigoroso de democratización de la palabra sino en la irreversibilidad del avance del conocimiento fragmentado. Agazapados en una infinidad de tribunas intentan alcanzar frenéticos una suerte de profesionalización espuria que es lo único que pudiera garantizarles la trascendencia. En este escenario la plataforma de su acción es la reválida de su actividad, incluso la condición de su existencia.
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