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Aquí no se fía
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Aquí no se fía

Actualizado 19/08/2015
Manuel Alcántara

La gran ciudad moderna hace tiempo que ha segmentado la vida de la gente. Sus habitantes, ubicados en monótonos apartamentos, apenas si saben de los vecinos. Saludos protocolarios en el ascensor, al cruzarse en el portal, en lugares que están ocupados progresivamente por un menor número de personas. La existencia contemporánea aísla aun más en la medida en que nos fuimos haciendo prisioneros de nuevas tecnologías de la comunicación por las que, irónicamente, como nunca antes empezamos a estar en contacto con mayor número de gente. Hoy una forma distinta de soledad se ha asentado. Se produce una extraña situación de bloques de pisos habitados en cada unidad por individuos que en su interior se separan de los otros en sus cuartos portando unos cascos y ensimismándose ante pantallas luminosas.

En el libro de cuentas de la vida cada uno ha acumulado un capital cuya naturaleza ha ido cambiando con el tiempo. Pasó de tener trascendencia el apellido a la relevancia social de la profesión. En el enjambre humano los intercambios de activos en un momento se llevaban a cabo en el barrio: la tienda de la esquina, el kiosco, el bar del aperitivo; también en el trabajo, en el camino al mismo, la conversación con los colegas. Un espacio de confianza que a veces podía ser fingida y que establecía mecanismos sutiles de intercambio y de vez en cuando de solidaridad. En ese libro quedaba todo anotado: las pequeñas ofensas, las eventuales traiciones, las sonrisas cómplices, el favor imprevisto, el apoyo altruista. Todo constituía un cúmulo de apuntes contables que para alguno podía llegar a ser fatigoso y para otros lisonjero.

Actualmente no me hago muy bien a la idea de cómo se configura este proceso. Demasiado absorto y ajeno a cualquier tipo de rutina cotidiana me encuentro encapsulado en mi coche, consulto frenéticamente mis chismes electrónicos para comunicarme y viajo por doquier sin conversar con quien durante horas se sienta a mi lado en el avión o el tren.

Suspiro porque nadie me moleste, se inmiscuya en mis asuntos, me pregunte por cuestiones banales. No me fío de la gente y posiblemente nadie se fíe de mí. Serio de semblante, la mirada perdida evitando la más mínima posibilidad de un contacto visual. Con seguridad mi capital de vida esté ya gastado y esté viviendo solo a crédito de personas que tienen una paciencia infinita.

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