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El hombre del viento
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¿Qué queda de los días venteados?...

El hombre del viento

Actualizado 15/08/2015
Ángel de Arriba Sánchez

Venía yo por un camino de polvo rojo.

Pedaleaba en la tarde ya cuarteada, bajo un calor rencoroso que no me perdonaba el sudor. Era la hora en que los girasoles empiezan a dar cabezadas. Un viento áspero, rasposo, como de lengua de vaca, recorría los rastrojos, subía y bajaba por los tesos, peinaba las alamedas de los regatos, e iba por los caminos de polvo blanco, por los de tierra parda, por los del rojo, y por donde le vagaba.

Llegaba a Aldeatejada, y en un huerto que sorbía los suspiros de las escuálidas aguas del arroyo Zurguén, me encontré al viento juguetón haciendo de cedazo. Salía de las manos de un anciano, se arremolinaba en un puñado de garbanzos, por el tobogán de la bajada se alimentaba de cáscaras, y, como criatura engolosinada, se volvía a poner a la cola para repetir el vértigo de la limpiada.

Orillado junto a la cerca de piedra, me entretuve en el venteo que el hombre hacía de sus legumbres. Reparé en la fuerza con que tomaba los puñados de la carretilla, en la cadencia de la subida hasta la altura de su cabeza, y en el tiento de la suelta de los garbanzos. Mi mirada iba juguetona como el aire estoposo de la tarde, y tanto hube de ir arriba y abajo, que llegó un momento en que me pareció que hasta las nubes se querían meter en sus manos, y salir entre los dedos a jugar con el viento.

Y en estas que el anciano reparó en mí. Que de dónde venía con los calores que redoblaban en el campo, y que a dónde me acercaba, me preguntó con palabras delgadas. No hizo falta que su voz me tamizara más que éstas, para que le cogiera el deje.

Y tanto que éramos paisanos, y con su habla salaína de la Sierra de Francia, me contó que era de Valero, pero hacía más de 50 años que no vivía por allá, que se había venido a estas llanuras, y que desde hace trece años habitaba en la localidad. Que se llamaba Luis Navarro Navarro, para servirme, y a quien de buena voluntad se acercara; que tenía 82 años y que había entretenido sus días siendo no más que pastor.

Y que llevaba días esperando al viento de esparto en el que estábamos para la limpia de sus veinte kilogramos de legumbres, también me lo dijo con su entrañable deje serrano.

Me fijaba en los garbanzos que ya iban limpios, y pensaba que eran muy pequeños, más aún que los de Pedrosillo. Cosas de la sequía de este año, me decía Luis sin dejar de columpiar entre sus dedos al viento. Pero que los suyos nunca eran de mucho engorde, aunque, eso sí, sabrosos y mimosos en la boca como la mantequilla.

Y luego nos dijimos de la grana de nuestras vidas. Cuatro cosas; cuatro mojones nada más para dar razón, cuatro datos cosechados de nuestros años echados al aire de los días, limpios de cáscaras, y que guardamos, como legumbres en sus tarros, en la memoria.

Y aún así, cuántas piedrecillas, cuántos abrojos, cuántos insectos se nos cuelan y ocultamos en nuestros recuerdos.

A los diez años, me decía Luis, había empezado a pastorear cabras allá por su Valero, entre las peñas, por los valles, entre jaras y pinos, subiendo a la Sierra de las Quilamas, durmiendo al raso en los veranos, y añorando el verano en los inviernos. Luego, el pastoreo de los años de había traído a las grandes fincas de estas tierras, y -apuntaba con orgullo- no entrarían en las gradas de un buen campo de fútbol, los ganados que tiene guiados por las dehesas.

Sí, ya se sabe: Luis no ha sido más que un pastor. Pero allí, mirando sus ojos chiquitos como garbanzos en su vaina, llenos de chispas de sol, sintiendo su untuosidad de mantequilla, y escuchando el deje común de mis abuelos, yo me decía: He aquí un Pastor, ¡nada menos!, he aquí un hombre que sabe domar al viento.

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Nadie sabe cuánto sol, ni agua, ni viento, ni fuego, ni hielo, ni guiños de las estrellas hacen falta que caigan sobre los campos para que alguien coja de su parcela un puñado de garbanzos.

Acaso nunca sepamos tampoco, qué es lo que hace que de una vida quede apenas uno puñados de cosas, delgadas, chiquitas, famélicas a veces por la sequía, pero eso sí: nutricias, sustanciosas, y buenas para los pucheros de los días, y para compartir en una tarde de ardoroso viento.

Y me iba con mi bicicleta a la casa. La atardecida andaba por los caminos de polvo blanco, por los de la parda tierra, por los de carboncillo ferroviario, por los del rojos, por los senderos de los sueños humanos,y, ya sabéis, por donde le daba la gana.

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