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La sonrisa eterna de Marquiño
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La sonrisa eterna de Marquiño

Actualizado 07/08/2015
Marta Ferreira

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Vuelvo del paraíso, de mi paraíso particular, al que regreso verano tras verano sin dudar, porque allí me encuentro la paz, la belleza y también, y casi más importante, personas que te hacen amar la vida, porque transmiten alegría, ilusión y esperanza, aunque las cosas vayan mal. Porque mira si las cosas no han ido, y siguen yendo, mal en Portugal, y en Carcavelos, con su hermosa playa, su mar ondeado por los vientos que atrae surfistas de toda Europa, también. Y allí está Marco, Marquiño para todo el mundo, entre ellos los clientes del bar en que trabaja, al pie de playa. Para mí, el mejor símbolo de Portugal, una persona increíble que ante todo lo que ha caído allí, sin embargo, nunca pierde la mejor de sus sonrisas.

Y es que hay sonrisas y sonrisas. La de Marco es siempre abierta, natural, como si te esperara cada día para decirte que vivir vale la pena. Marquiño es un modesto camarero, que hace muchas horas, a veces mañana, tarde y noche (en esto, nada distinto a tantos profesionales de Salamanca), pero que ante lo que a otros desesperaría o sumiría en la tristeza, no se arredra y siempre ve algún motivo para no dejar de sonreír. La sonrisa en él es un arma de combate: aunque quieran no acabarán conmigo parece decir, fijándose en todo lo bueno que trae la vida aunque venga mal dada, resistiré, como decía la canción. No es una sonrisa comercial, le transpira, fluye con toda naturalidad, te la da no porque acudas a su negocio sino porque le sale y no podría ser de otro modo. Cuando llegué la pasada semana a su bar, me recibió con un ¡amiga mía! que le salió del alma: pareciera como si este año sin vernos le hubiera pesado y al reencontrarnos saltara como una explosión su sonrisa y un par de besos. Y cuando regresé el viernes no pudo contenerse: ¡quédate otra semana, que aquí estás muy bien y necesitas descansar más! Sí, la verdad es que necesitaba descansar y por eso acudí presta a Carcavelos, y no me habría venido mal otra semanita, pero el trabajo manda y aquí estoy, mucho mejor, gracias al mar, el aire, la playa de mi paraíso, pero sobre todo a la ráfaga de aire fresco que gentes como Marquiño me han transmitido estos días: de ella vivo el resto del año y en los peores momentos la recuerdo para que me ponga a flote de nuevo.

Estos días, tranquilos, sin estridencias, me reponen, cargan mis pilas a punto de agotarse cuando acudo a Portugal: no hago nada especial sino todo lo contrario, paseo, nado, tomo el sol y hablo con la gente. Los portugueses, siempre melancólicos, son a la vez abiertos y comunicativos, eso sí, a media voz: allí nunca se oyen voces ni gritos, a no ser de turistas españoles que comienzan a conocer y a disfrutar de mi paraíso, y es fácil entrar en conversación. Ahora están alerta porque a la vuelta de la esquina tendrán que elegir el nuevo Parlamento del que saldrá el Gobierno y todo indica que va a cambiar. La crisis, mucho mayor que en España, la han llevado por dentro, con toda dignidad, pero tengo la impresión de que tienen las cosas claras y muchos de sus políticos se van a ir pronto a su casa, porque les han defraudado. Se notaba en esta playa, eminentemente nacional, con muchos menos visitantes que otros años y estos atrincherados en la arena con sus bocadillos y refrigerios traídos de casa, porque los impuestos les han crujido.

No me gustaría dejar de lado la categoría de los profesionales de la hostelería portuguesa. Cómo no recordar a los increíbles camareros del restaurante Atlántico, en la plaza do Junqueiro. Hacía mucho tiempo que no asistía al espectáculo de unos camareros muy veteranos (llevan años allí, su empresa no recurre a jovencitos sin experiencia ni profesionalidad que trabajen por cuatro euros, los mantiene contra viento y marea, y se nota) acreditando su arte hostelero: qué manera de cortar la carne o los pescados, qué amabilidad, qué servicio en el mejor sentido de la palabra, qué rapidez y a la par excelencia. O a los hermanos que dirigen la taberna 12, exquisitos gastrónomos que preparan platos sencillos y a la par excelsos por su nivel culinario, o donde cerraba mis noches con algún mojito, un bar acogedor en el que su dueño, que vive por y para la gastronomía, te sorprendía con sus combinaciones. Y no lo voy a ocultar, porque lo agradecí mucho: a unos precios al alcance de bolsillos venidos a menos, como el mío, que te permitían unos lujos que no están a mi alcance en España. Cuánto tenemos que aprender de Portugal, y en la hostelería también.

Pero ya estoy aquí, de nuevo metida en mis casos, peleándome con los problemas propios del mundo jurídico, con ganas renovadas, dando vueltas a mi Plaza Mayor del alma y viéndola con nuevos ojos. Gracias a la sonrisa eterna de Marquiño, a la amabilidad, la educación y el respeto de tantos portugueses con los que me he encontrado estos días. Si algún día me pierdo, que me encuentren en Carcavelos.

Marta FERREIRA

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