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Ni se nos espera
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Ni se nos espera

Actualizado 06/08/2015
Juan José Nieto Lobato

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Quizá en esta punta suroeste de Europa, mezcla de climas, mares y culturas, en esta península que durante años luchó por mantenerse aislada en su catolicismo, su contrarreforma y su estulticia, no se den las mejores condiciones para que surjan monstruos de la genética, la biomecánica o la robótica, que es a lo que se parecen los mejores atletas y nadadores del planeta. El español, de siempre, ha sido bajito, enjuto, poquita cosa comparado con las torres nórdicas y centroeuropeas, y no digamos cuando entraron en la comparación los afroamericanos, ante quienes nuestra inferioridad fisiológica se torna aún más patente.

Todo esto a colación de la modesta actuación de nuestros nadadores en el Campeonato del Mundo de Kazán y de las igualmente modestas aspiraciones con las que partirán nuestros deportistas en la próxima gran cita del atletismo en Pekín. La natación y el atletismo representan, a priori, las formas más primarias y menos evolucionadas del deporte, una lucha frente a frente contra los propios límites, contra el espacio y contra el tiempo, en las que la lotería de la genética juega un papel determinante. Aun así, por muy obvia que parezca esta afirmación, creo que son otros los principales motivos que nos han llevado a esta pobre situación.

Quiero pensar que en la ausencia de grandes estrellas interviene la ausencia, a su vez, de una masa suficiente de aficionados y, por ello, también de niños que quieran probar suerte en la piscina o el tartán. Quiero pensar, y pienso, que este bajo número de jóvenes promesas, de licencias de atletas y nadadores jóvenes, obedece al ineficiente reparto entre sacrificios y expectativas a los que se enfrentan los niños y sus padres. Y aquí, el estado, por omisión, tiene mucho que ver. El estado y toda una serie de patrocinadores que, bajo el paraguas de la crisis, con mayor o menor justificación, han ido poniéndose de perfil para que el temporal no les azotase tan de lleno.

Sin un sistema universitario que proponga planes coherentes para conciliar estudios y deporte, con una carrera breve, llena de esfuerzos y lesiones, que no garantiza resultados pero sí una retirada marcada por el anonimato, son pocos los chicos, por muy grande que sea la llama de su pasión, dispuestos a dar el paso.

Quiero pensar, también, que una actividad tan solitaria, tan de uno mismo consigo mismo, no casa bien con nuestra cultura de bares, terrazas, parques,... Por eso nos resultan tan ajenos, aunque enseguida los adoptemos, Mireia Belmonte, Ruth Beitia o Miguel Ángel López. Vemos de lejos, o directamente ignoramos, sus madrugones, sus rutinas, sus horarios, sus viajes, sus concentraciones. Vemos de cerca, eso sí, sus triunfos, los celebramos, los vivimos como propios por ser los de un compatriota. Y volvemos a ser ajenos a ellos cuando esos triunfos se convierten en cuartos y quintos puestos. Y entonces, tumbados al sol, con un martini o un mojito en la mesa adyacente, se nos llena la boca con la palabra "fracaso".

Que los españoles salgan de Kazan con resultados más bien mediocres o que viajen a Pekín sabedores de su papel secundario en el ámbito del atletismo mundial es, no cabe duda, una pequeña decepción. La genética no ayuda, es cierto, pero ambos deportes, natación y atletismo, son buenos indicadores del estado de nuestra cultura polideportiva y esta, por desgracia, por el devenir de los hechos y costumbres y por la inacción de las instituciones, brilla por su ausencia. De ahí que en este tipo de campeonatos, salvo contadas excepciones, ni estemos ni se nos espere.

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