Jueguen, jueguen

Dime a qué juegas y te diré quién eres. Dime cómo eres cuando juegas y te diré cómo eres. Si la primera frase es el leitmotiv de la obra Los juegos y los hombres firmada por Roger Callois, sociólogo francés, en 1958, la segunda es una adición personal basada en mi experiencia. En cualquier caso, se trata de poner en valor el peso específico de los juegos en el seno de una sociedad hasta el punto, tal y como se propone aquí, de poder ser considerados como un elemento estructural.

Tras años de estudio que incluyeron viajes transoceánicos y numerosas lecturas y tras proponer una clasificación de los diferentes juegos, Roger Caillois quiso delimitar, también, el denominador común a todos ellos. Así, llegó a la conclusión de que un juego es toda actividad necesariamente libre, (el jugador no se puede sentir obligado) estanca, (separada de la realidad y circunscrita a límites temporales y espaciales) incierta, (su desarrollo no puede estar predeterminado ni el resultado ser conocido de antemano) improductiva, (no crea bienes ni riqueza) reglamentada (sometida a convenciones que suspenden momentáneamente la legislación ordinaria) y ficticia (acompañada de una conciencia de realidad secundaria o de franca irrealidad respecto de la vida corriente).

Han pasado cincuenta y cinco años desde que esta obra saliera al mercado. Cincuenta y cinco años en los que hemos cambiado tanto que pocos parámetros de análisis sociológico siguen aún vigentes. Aun así, podría decirse, en atención a los mínimos pronunciados en el párrafo anterior, que en un país como España el deporte ha dejado de ser un juego. Y no solo el deporte profesional, también el llevado a cabo por aficionados y, más aún, el deporte de cantera, donde los entrenadores, en muchas ocasiones, actuamos en contra de alguna de esas características que vienen a definir una actividad como un juego.

El deporte se ha desecho de su aspecto lúdico, quedando este acotado a otros pasatiempos más tradicionales como los juegos de naipes, el dominó o juegos populares como la petanca o la calva. Y es que el deporte cuanto más organizado menos libre. Cuanto más trascendente menos estanco. Cuanto más profesionalizado menos incierto en su desarrollo. Cuanto más sometido a las reglas del mercado menos improductivo, más necesitado de la legislación ordinaria y menos separado de la vida corriente, con la que se funde en un todo que pretende monopolizar numerosas existencias.

Curiosamente, ha tenido que ser la crisis económica la que ha convertido, forzosamente, a numerosas competiciones deportivas en lo que hasta hace escasas décadas habían sido. Un complemento de la vida cotidiana, un necesario refugio en el que satisfacer las necesidades más primarias del ser humano alejado, en cualquier caso, del funcionamiento burocratizado, lucrativo y mezquino del resto de instituciones que nos rodean.

Por eso, para este mes de agosto que se aproxima quiero invitarles a que jueguen con sus hijos, con sus padres, con sus hermanos y sus amigos. A que jueguen por el mero placer de medir sus fuerzas, su habilidad o astucia con los del otro respetando siempre las reglas y comprendiendo que en este tipo de "lucha" lo más importante fue siempre, más allá de ganar o perder, actuar con honor y divertirse.