Mapas

Reconozco en mí una inveterada atracción por esas láminas coloreadas de papel generalmente satinado que intentan trocar una realidad compleja en una especie de guía bidimensional para facilitar moverse por lugares desconocidos o, simplemente, conocerlos. En formato desplegable o encuadernadas como un libro, en la mochila del viajero o en la guantera del coche, hoy se han visto reemplazadas por el soporte digital cómodamente instalado en el teléfono móvil, en la tableta o en el navegador del automóvil. La cartografía se adapta a los tiempos presentes sin abandonar su eterna función y sin dejar de continuar irritando a esas personas, con dificultades a la hora de usarla, alienadas por la incomprensión mínima de las reglas básicas de la orientación.

Los mapas traen consigo la doble vertiente de la fascinación y de la utilidad. Encantan a quienes nunca estuvieron en el lugar que representan porque les hacen viajar en un espacio desconocido donde termina resultando fácil ubicarse. Simplificadores de un escenario enrevesado sirven para entender las razones de un éxito guerrero, de un flujo migratorio, en fin, de la construcción de una comunidad política. Por eso los historiadores saben de su función pedagógica, pero también los economistas y los antropólogos. A fin de cuentas el espacio es un factor fundamental en cualquier ciencia social. Son útiles, por otra parte, como aliviadores de la geografía hostil porque en más de una ocasión nos sacan de un atolladero en el cruce de caminos sin señalización o en aquella ciudad de calles iguales.

Por ese gusto y ese provecho me desconcierta constatar que cuando viajo por algún país latinoamericano mis anfitriones nunca usen un plano. Y no sólo eso, sino que es prácticamente imposible dar con uno en lugares públicos para ayuda del viandante despistado y muy difícil encontrarlos en librerías o en gasolineras. Se diría que se cumple la provocación de Borges según la cual el mapa se identifica con el territorio de manera que la gente reproduce la realidad en su cerebro sin necesidad, por consiguiente, de su reducción. Me pregunto por las razones de esta situación y creo que la más consistente es que la movilidad interna es todavía baja. Los nacionales viajan localmente poco y el turismo extranjero es todavía reducido. Pero puede haber también un factor menos prosaico. ¿Por qué renunciar a la incertidumbre del camino desconocido? ¿Por qué aceptar la simplificación en una topografía de lo complejo?