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Edipo, Apuleyo y Teresa
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Edipo, Apuleyo y Teresa

Actualizado 25/07/2015
Fructuoso Mangas

Edipo

Lo primero agradecer a la Universidad de Salamanca las noches de teatro que organiza en ese marco tan especial que es el patio de Fonseca. Este año he podido asistir, y es un lujo artístico que reconozco, a las tres sesiones a las que alude el título y sobre ellas querría decir una palabra.

El texto de E. Murillo mantiene la fidelidad al original con lógica tendencia al resumen, especialmente en los textos del Coro de ancianos, en los que por otra parte logra un ritmo cercano al hexámetro y de gran efecto musical. Lo completa muy bien, aunque sea desde grabación digital, el coro femenino con sus parcas intervenciones en griego, casi siempre para facilitar cambios de vestuario o de detalles de la escena. La escena austera pero suficiente y bello efecto el de los arcos clásicos del patio que hacían de fondo. Los actores a muy alto nivel, con algunas dudas en Yocasta y, menos, en Creonte; supongo que no por descuido de Denis Rafter. Y tiene su ironía que en la ciudad del "lazarillo" éste no aparezca con el ciego Tiresias como en Sófocles.

Imposible resumir la riqueza de sentido y de sentidos y el sorprendente alcance de Edipo Rey escrito hace más de 2.500 años; hay cien mil ensayos que lo explican. Me limito aquí a seis frases como recetas de emergencia para hoy: * Tú, tú sí ves, pero no ves en qué desgracia vives * ¡No sirvo al rey, pertenezco a Apolo! * La ciudad está llena de sombras y máscaras * La vida? una nada que vive en un instante * (el éxito, el poder)? brilla, se alza, reluce y se abisma en las sombras * Por un rumor poco probado nunca lances una acusación de deshonor

En los últimos versos (¡son en total mil quinientos treinta!) el Coro canta el fracaso y la soledad del héroe frente a su Destino y la pequeñez del hombre frente a los dioses. Acaba siendo un ensayo breve sobre la ceguera. Fin.

Apuleyo

Firmó en el siglo segundo una novela, El asno de oro, con antecedentes griegos, de singular valor para acercarnos a la condición humana. Es un recurso muchas veces repetido, desde El Buscón o El diablo Cojuelo hasta El lazarillo de Tormes: a través del personaje el autor hace un juicio de la sociedad en sus distintos niveles y situaciones. Así hace el asno de Apuleyo, con figura de asno pero con pensamiento de humano, al ir pasando de mano en mano y conocer, como burro por fuera pero con razón por dentro, las muchas miserias y pocas glorias de la sociedad bajo el imperio romano, ya decadente en tiempos de Apuleyo. Es un libro lúcido, crítico y sin censura alguna en ningún campo.

Pero El brujo, Rafael Álvarez, ese genio de Lucena, después de cuarenta años en escena, sobrepasa a Apuleyo y prácticamente lo hace desaparecer, devora al asno y se come el argumento. Hay momentos en los que se centra en la obra y saca adelante, con su pasmosa voz de teatro al aire libre, párrafos del texto con un ritmo (quizás le viene de su Odisea) tan griego que es hermosamente latino ¡Qué sería de esta obra si el protagonista le fuera fiel y acomodara sus facultades escénicas a lo que la obra dice y propone! ¡Que monumento de constante y terca actualidad se levantaría! Qué gran teatro perdido; eso sí, a cambio de un monologuista excepcional. Quizás hay que tener en cuenta que El brujo presenta cuatro obras distintas en ese mes de julio en no sé cuántas actuaciones y así, con ese ritmo de trabajo en escena, es casi inevitable dejarse llevar.

Rafael Álvarez cede ante sus extraordinarias capacidades y se pierde lejos de la obra por veredas de supuesta actualidad y de alusiones a personas y personajes del momento, entre los frívolos aplausos de parte del público que se lo está pasando bien y que quizás no tiene interés real por Apuleyo y su asno o incluso no sabe bien de qué va y adónde lleva, pero le encantan las alusiones reiteradas a los monago, los gallardón o los varufakis, sin olvidar a la ignorante Mérida y, por supuesto, la culta Salamanca. O al maldito pozo que ocupa el centro del patio y dificulta la visión con su esbelta verja de adorno. Aplausos, también por supuesto.

En resumen, admiración por la capacidad escénica de El Brujo y lástima por perdernos una obra tan viva y original como El asno de oro, en realidad Las metamorfosis, de Lucio Apuleyo, novelista romano del siglo II nacido en Madaura, hoy Argelia. Para otra ocasión, si llega.

Teresa

Sorprende, a mí al menos, la cantidad y variedad de productos artísticos que han generado Santa Teresa y su V Centenario en casi todos los campos del arte: ensayo, novela, teatro, música, pintura, escultura, poesía, música, ballet, exposiciones? Sobre todo en el teatro, género en el que no tengo ni idea de la cifra total, pero al menos pasan de veinte las obras estrenadas este año sobre Teresa. Hace unos días Teatro Corsario presentó en Salamanca, en el patio del Colegio del Arzobispo Fonseca, el texto de Luis Miguel García Teresa, miserere gozoso.

He de decir que me gustó la puesta en escena con detalles originales y sugerentes como el símbolo del acróbata o las canciones que servían de pauta y enlace, aunque los que no supieran de memoria el texto cantado no entenderían la letra. Supongo que una vocalización abierta y exacta no es cosa fácil de unir al rigor musical y al aire libre. Desafortunada en su forma, a mi modo de ver, la presentación del Cristo de la Encarnación y buena dirección de actores, quizás con una pizca de sobreactuación en algunos momentos, en un escenario escueto y eficaz y con un vestuario muy cuidado y bien ajustado.

La obra llega al espectador y es una buena experiencia estética y dramática. El mayor reparo lo pondría yo, como un espectador de tantos, en el texto y en la elección que hace el autor sobre qué aspectos de Teresa mostrar y cuáles dejar por exigencias de tiempo y guión. Y me parece que el texto da excesiva importancia a lo que no tuvo tanta en la vida y obra de Teresa, en la Inquisición, en el miedo y las cautelas de su padre, en su condición de ascendencia judía, en las dudas y angustias de su mundo interior, etc? Quien no conozca la vida de Teresa saldrá con más malentendidos que otra cosa. Porque no sabrá de su tranquila vida en la Encarnación, de las razones y avales de su reforma, de su capacidad negociadora, de su feliz confianza en Dios, de su vida interior trabajada en oración y contemplación en medio de los aprietos de la vida, de los avatares ideológicos y eclesiásticos entre los que se desenvolvió con acierto y buenas y muchas ayudas que bien buscó, de su habilidad de gestión y de su atractivo humano, de su fortaleza física y espiritual estando casi siempre enferma y con tantos viajes y gestiones a cuestas, de su capacidad festiva y disfrutadora, de los viajes por media España para sacar adelante diecisiete fundaciones, etc? Y sus escritos de sorprendente lucidez y perfección sobre el camino cristiano, sobre los pasos y rutas para ascender a lo más alto de la perfección, sobre sus fundaciones y sobre su propia vida, sus poesías o los cientos de cartas escritas en los últimos veinte años de vida sobre toda clase de temas y a toda clase de personas y autoridades.

Toda esta riqueza de su persona se pierde, a mi parecer, a pesar de lo brillante que resulta la obra en su corto alcance. El creador tiene toda la libertad para elegir los límites y enfoques del tema que elige, por supuesto y sin esta libertad no hay arte, pero el espectador tiene también la libertad de juzgar esos límites que el autor se ha fijado.

Por eso, en un juicio sin duda muy subjetivo (y recuerdo aquello de que soy subjetivo porque soy sujeto no un objeto), siento que la obra reduzca tanto la mirada sobre Teresa. Hace unos meses, y para otra función, resumía yo en discutible resumen, la persona y la vida de Teresa con estos veinticinco rasgos: abierta, amiga, andariega, audaz, apasionada, cercana, comprometida, constante, creativa, crítica, culta, decidida, exigente, fiel, humilde, inquieta, inteligente, luchadora, orante, piadosa, realista, responsable, sencilla, tenaz y, al final, hija de la Iglesia. Me interesaba subrayar la riqueza humana y la complejidad cristiana de Santa Teresa. Y algo de esta amplitud es lo que ante todo eché en falta en el patio de Fonseca, aun disfrutando y no poco de la obra.

Edipo, Apuleyo y Teresa | Imagen 1

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