El Sol caía a plomo y el asfalto parecía derretirse; de hecho, las ruedas de la bici dibujaban rayas en él, pero aquellos muchachos, la camisa al viento, desabrochada, aunque puesta, no daban la impresión de padecer los rigores de aquella tarde de Julio.
La gente sensata estaba acostada la siesta o, cuando menos, en el zaguán, sentados en la silla a la umbría del portal, abanico en mano y el botijo cerca.
El aire se volvía más denso y caliente según subían la cuesta. En el último tramo, unos 500 metros, había que escalar ?ponerse de pie sobre los pedales e imprimir más potencia- para llegar arriba. Los labios secos, los brazos y la cara ardiendo, el pecho rojo, cuando coronaban la pendiente, ya a la puerta del cementerio, se volvían sonrientes y vencedores, mirándose uno a otro, en silencio cómplice, conscientes de que ahora venía el premio, la merecida recompensa al tremendo esfuerzo: enfilaban la bici hacia abajo, apenas un par de pedaladas o tres bastaban para que comenzara a rodar, pendiente abajo, cada vez más rápido, sin que hiciera falta nada más que gobernar el manillar ?y a veces ni eso- para descender a velocidades de vértigo por la carretera, a ver quién llegaba más lejos sin dar pedales.
La carretera del cementerio, semidesierta y sin tránsito a aquella hora del estío salvaje, era el lugar donde echábamos la siesta los chicos de Salaspombo en verano.
Nuestra diversión ?intensa, profunda, deseada y añorada- consistía en eso: subir trabajosamente la cuesta, sudando, jadeando y deshidratándonos para poder alcanzar el fabuloso premio de la bajada vertiginosa y sin esfuerzo. Una y otra vez. Hasta que el Sol, la sed y el hambre nos devolvían a casa, ya al final de cada tarde.
Tuvimos suerte: todavía no se había descubierto el golpe de calor ni los factores de protección cincuenta. Entonces los niños nos moríamos de muerte natural; nos estampábamos contra un árbol en la bajada, nos atropellaba un insólito coche o nos ahogábamos en La Aldehuela. Todos los años el Padre Tormes se cobraba alguna víctima juvenil. Era otros tiempos.
No sé si mejores o peores: otros; distintos, diferentes, con vetas dulces y amargas como los de ahora.
No teníamos videoconsolas, ni móviles, ni plays ni nada. A duras penas teníamos un balón o un aro. La bici de marras, que acabo de citar, era más bien colectiva: nos la dejábamos entre hermanos y amigos y con dos bicis apenas nos teníamos que apañar para subir y tirarnos por la pendiente, por turnos, los cinco o seis que solíamos juntarnos.
Pero estaba bien: aprendías a esperar y a anticipar el goce con la espera, aprendías a compartir y a disfrutar compartiendo, y a cuidar mejor lo de otros que lo tuyo: respetabas lo ajeno más que si fuera propio.
Y, sobre todo, tal vez la enseñanza más vívida y persistente que me queda de aquellas tardes de canícula es que, cuanto más esfuerzo te cuesta algo, más dulce y gratificante resulta lo conseguido.
Parecerá mentira, pero todavía hoy es máxima de mi conducta y motivación de mis trabajos.
Ya digo: eran otros tiempos. Ni mejores ni peores: otros.
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