Como cada año por esta fechas, se realizan aquí y allá por toda la superficie de la península ibérica, un sin fin de actos y festividades religiosas que me resultan tremendamente atractivas desde el punto de vista fotográfico.
Tomar la cámara entre las manos y meterse de lleno en lo más profundo de esta celebraciones no es nada fácil,
la potente luz de estas fechas hace de las suyas y hay que medirla muy bien si se quiere sacar el partido deseado y como abordar a las personas es toda una injerencia en su vida que si se plantea en serio, lo mejor que se puede hacer es dejar la cámara en casa. Pero esto último no lo hago nunca, el vicio es el vicio.
Estamos, por tanto ante un abanico de posibilidades que puede rozar la esquizofrenia si se tienen escrúpulos, y hay fotógrafos que no tienen ninguno para poder lograr aquello que quieren. Hay que entender que la gente,
debido a la actitud de algunos reporteros, desconfía, y mucho, de nuestra labor. En mis años de experiencia he aprendido a hablar con gestos y actitudes, a pedir permiso casi sin palabras, se ve enseguida a las personas que están delante si les importa que les fotografíes o no y en las fiestas religiosas es muy raro que pongan impedimentos.
Ocurre que los fotógrafos que no somos religiosos pienso que tenemos una ventaja sobre los otros: no nos creemos nada de lo allí está pasando, y por tanto, nos permite un cierto alejamiento imparcial que sin que pueda llegar a ser una mirada lesiva para los creyentes haga que la actitud fotográfica sea un tanto incisiva, lo que permite el análisis constante de todo lo que ocurre a nuestro alrededor, algo parecido a lo que hacía Velázquez en sus retratos: dejaba a los retratados ser ellos mismos, solamente era cuestión de captar esa mirada personal. Es verdad que hay muchas situaciones en las que no cabe decir que la foto que se está tomando sea un retrato, en ocasiones son ambientes, casualidades o situaciones que dan un sentido de la esencia de lo allí ocurre, cuanto más se mete uno en el ambiente, mejor, eso sí pasando lo más desapercibido posible.
Todo esto ha pasado por mi cabeza mientras realizaba sendos reportajes en dos de las celebraciones religiosas que más me llaman la atención: una en la Raya de Portugal, el 31 de mayo pasado y otra, una semana más tarde en el incomparable pueblo de la salmantina Sierra de Francia: La Alberca. Ambas muy distintas y las dos muy interesantes pero por motivos casi opuestos.
La de La Alberca no es otra que la celebración del Corpus, donde el lucimiento personal por las calles llega a cotas insospechadas de ostentación de lo que se tiene. Desconozco cual es el origen exacto de tanto lucimiento, no soy etnógrafo, pero me atrevo a decir que algo tienen que ver los judíos conversos en ello. Las colchas bordadas a mano colgadas de los balcones -las más antiguas monocromáticas y las más modernas llenas de color- todas ellas con imaginativos diseños que recuerdan tiempos pasados e influencias orientales, los trajes
típicos llenos de amuletos y collares enormes de plata dorada, los bordados y velos, los altares, las imágenes del Jesús niño -algunas de cientos de años- el olor a pétalos de rosa y la luz perpendicular que se cuela entre los tejados iluminándolo todo, hacen que sea una fiesta única en la que las personas pasan a un segundo lugar mientras los objetos ocupan todo el objetivo de la cámara, tal es así que cuando se quiere hacer fotos a las personas que hay dentro de los trajes, o no te dejan o se quedan hieráticas, hablando entre ellas y esperando la foto, eso sí, se les puede hacer las que se quiera. Es un escaparate maravilloso, pero un escaparate al fin y al cabo.
Sin embargo en la primera, en la llamada "La Ribeirinha" lo que predomina, a pesar de la profusión de imágenes de la virgen -más de una docena- es lo
humilde, lo cercano, todo aquello que hace que sea una fiesta viva en la que se reza y se pide por la curación de las enfermedades y desdichas, pero también se come, se bebe, se compra y se vende todo aquello que se necesita para seguir viviendo, es una romería, como casi todas, con dos mundos: uno, el de arriba -la ermita está situada en un alto- lleno de fe, religiosidad, aire puro y mucha luz que es llevado por los sacerdotes que ofician la celebración religiosa; el otro, el de abajo, lleno de mercaderes, de comida y de bebida, de humo de los asados del "frango", de olor a queso y a pan, a churros y lienzo "curao", a cerezas y a plantones para el huerto, pero tiene algo que no tienen las demás romerías que conozco: se habla "portuñol", la mitad de los asistentes son portugueses, la otra, españoles, la misa se dice en portugués y en español, las mesas de comer son portuguesas,
es decir, son alargadas y la gente se va sentando según va llegando, de manera que es bastante probable que te toque al lado gente que no conoces de nada y se entablen conversaciones en español o en portugués. En resumen es un "no lugar", en plena Raya entre España y Portugal, entre Alcañices y Bragança, muy cerca de San Martín del Pedroso y Quintanilha y donde no cabe otra que la eliminación de todos los límites y barreras que los seres humanos nos vamos poniendo, incluido el parapeto fotográfico lleno de contradicciones. Si vamos como un extraterrestre, si no hablamos con la gente, si no somos uno más, es muy difícil que hagamos buenas fotos.
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