Reflexiones sobre la muerte

Hoy, en mi columna semanal, decido hablar sobre la muerte. Y, aunque resulte paradójico, a través de este pequeño artículo, pretendo acercarme más a la vida otorgando a la muerte la importancia que le corresponde.

Mucho se ha escrito sobre la muerte, pero aquellos que han dejado plasmadas sus reflexiones sobre papel, lo han hecho en términos poco asimilables para el común de los mortales.

Teorizar sobre un tema tan desconocido no deja de ser una quimera. Porque la muerte, así como la vida, solo tienen sentido en el plano individual. De modo que, poco o nada podemos aprovechar de cuanto hay escrito. Tampoco olvidaremos que se trata de un brebaje que hemos de beber en solitario, cuya composición nadie ha determinado, ni tampoco el grado de su toxicidad. Pues, para unos es liberación; para la mayoría, término y frustración, porque llegamos a ella con demasiadas dudas sin resolver.

Así, la muerte, no tiene el mismo sentido para todas las personas. Quienes viven su tiempo entregados compulsivamente al trabajo y apegados a las cosas, sin duda la muerte, será el mayor fracaso personal, porque trunca todas las posibilidades de conocer en qué condiciones disfrutamos de la vida.

La realidad no es estática, ni susceptible de ser vivida mediante aprendizaje. La vamos creando al tiempo de vivir y, cada uno de nosotros, le otorgamos diferencias sustanciales respecto a la que viven los demás.

Somos moradores de una casa común que nos trasciende. Hemos llegado al mundo con el tiempo limitado. Por eso, decir que la vida es corta o larga, no tiene sentido. Somos cada uno de nosotros quienes la hacemos de una forma u otra en función de cómo administremos nuestro tiempo.

Cuando se ha reflexionado suficientemente sobre la muerte, se le acepta como algo natural; como un escalón más de nuestra realidad, a través del cual, adquirimos altura suficiente para saber que se trata de una condición inapelable en todo ser viviente. Por tanto, a la muerte se le puede tachar de negativa por lo que esconde, pero jamás tendremos la certeza de qué, atravesado el umbral que nos separa de su verdadera naturaleza, no exista algo mejor.

Quizás haya llegado el momento de enfrentarnos a ella con otro sentido de la realidad. Porque, el ser humano, no fue concebido para la eternidad; como nada de lo que nos rodea. La renovación exige la muerte. Por tanto, no hay que considerar una tragedia la transformación de los elementos.

El error parte de la educación que recibimos y que trasladamos a nuestros hijos. La vida siempre estará limitada. Por eso, no sirve de nada aplicar todo el esfuerzo y atención a las cosas que mañana hemos de dejar. Nos hemos olvidado de vivir pero, ese olvido, también incluye a nuestra condición mortal.

El orgullo nos hace pétreos; solidos como rocas, pero nuestras limitaciones muestran claramente lo frágiles que somos. Por eso, más importante que aceptar la muerte como un mal inevitable, es descubrir que se puede vivir de otra forma, para que otros tengan lo necesario. Pero, el egoísmo del que somos portadores, idolatra las cosas y aplasta la dignidad de millones de personas y, lo más importante, hace que olvidemos nuestra condición de transeúntes por espacios que desconocemos.

Cierto que la muerte zanja todas sus cuentas con la materia, pero no consigue destruir el hambre de inmortalidad que albergan las almas. Pues, si toda la importancia y dedicación se reserva para el cuerpo, habremos creado un ídolo de barro que el tiempo se encargará de neutralizar. Entonces sí, la muerte, se convertirá en la mayor tragedia personal, porque también morirán nuestras esperanzas de encontrar algo mejor al final del camino.