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Caminos divergentes
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Caminos divergentes

Actualizado 16/07/2015
Juan José Nieto Lobato

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Hay una semana a mediados del mes julio, precisamente esta, en la que el foco del interés deportivo se centra en el Reino Unido. Toda vez finalizado Wimbledon, el calendario marca el comienzo del Open Championship, el campeonato de golf con más solera de cuantos se disputan a lo largo del año. Ambos torneos están marcados por la tradición. Si en Wimbledon el jugador debe aparecer uniformado todo de blanco, en el Open, aun sin estas exigencias estilísticas, se visitan, por su parte, algunos de los campos más antiguos del mundo, alzados sobre los mismos terrenos donde los pastores ya practicaban una versión primitiva de golf en la Baja Edad Media.

Hace escasas fechas, menos de una década, esta semana coincidía con el apogeo de dos deportistas que han hecho historia y que aún desean seguir haciéndola. En 2005 y 2006, después de que Roger Federer se impusiera sobre la hierba londinense, Tiger Woods dominó con autoridad a todos sus rivales en The Open. Ambos se admiraban mutuamente, grababan juntos anuncios y campañas promocionales, acudían a ver jugar al otro y alimentaban su ambición con los éxitos de su amigo. Si el suizo perseguía el récord de Pete Sampras, Tiger lo hacía, y aún lo hace, con la cifra de majors ganados que Jack Nicklaus elevara a dieciocho a lo largo de una extensa carrera (Tiger tiene 14, pero no suma ninguno desde 2008).

Aunque les separan seis años de edad, Tiger Woods, a sus 39, es más joven, relativamente hablando, que Roger Federer a sus 33 (cumplirá 34 en agosto). Sin embargo, entre lesiones y affaires extradeportivos, lo cierto es que el californiano, todo un icono al convertirse en el primer golfista negro en dominar un deporte indudablemente burgués y, por eso mismo, de blancos, ha desperdiciado los, a priori, mejores años de su vida deportiva. La historia de su millonario divorcio, la delación de todas esas chicas con las que había compartido cama en sus múltiples viajes, a espaldas de su mujer y sus niños, supuso un paréntesis en una carrera que discurría imparable hacia el Olimpo. Ahora, como 241º mejor jugador del mundo, Tiger Woods solo aspira a reencontrarse con su juego y a ir recuperando, golpe a golpe, el respeto de su profesión, el favor del público y su viejo halo ganador.

Lo que Tiger ya no podrá hacer es compararse con Federer. Y no solo porque el suizo haya ido cumplimentando, uno a uno, todos los ítems que componen el currículum para ser el mejor de la historia en su deporte. Qué va. Por mucho que ganara Tiger, a sus cuarenta; aunque superara con ello el récord de Nicklaus y dominara, lo que no parece probable, a la generación que viene empujando por abajo, este sabe que ya no puede situarse en el escalón de excelencia de su viejo amigo. Y es que Roger Federer ha reclamado para sí, y el público entendido se lo ha concedido, un estatus particular que rebasa al de un deportista cualquiera. Su tenis grácil, repleto de inspiración aunque no por ello exento de trabajo, como pudieran pensar algunos, eleva el ejercicio físico al nivel de las más bellas expresiones artísticas de nuestro tiempo. Federer gana aun cuando el resultado dice lo contrario y es que el suizo concita en torno a su persona la admiración y el agradecimiento del mundo entero. Federer representa, dentro y fuera de la pista, todo lo que Tiger, un día ya lejano, pareció ser.

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