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Actualizado 11/07/2015
Rafael Muñoz

[?] respondió que iría nadando hasta casa.

Sólo podía utilizar mapas imaginarios o sus recuerdos de los mapas reales, pero eso era suficiente. Primero estaban los Graham, y a continuación los Hammer, los Lear, los Howland, y los Crosscup. Cruzaría Ditmar Street para llegar a casa de los Bunker y después de andar un poco pasaría por casa de los Levy y de los Welcher, para utilizar así también la piscina pública de Lancaster. [?] El día era estupendo, y vivir en un mundo con tan generosas reservas de agua parecía poner de manifiesto la misericordia y la caridad del universo. Neddy se sentía en plena forma, y atravesó el césped corriendo. Volver a casa utilizando un camino desacostumbrado lo hacía sentirse peregrino, explorador; lo hacía sentirse un hombre con un destino, y estaba seguro de encontrar amigos a lo largo de todo el trayecto; no tenía la menor duda de que sus amigos ocuparían las orillas del río Lucinda.

John Cheever

Si sentimos nostalgia es porque aún buscamos en el tiempo y la memoria la evidencia del sueño. Sólo así justificamos los suspiros.

Raúl Vacas

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Dejándome llevar otra vez por los vaivenes a los que me somete el magín (ya hemos hablado de ello en algún otro artículo), la travesía, el viaje continuo en el que estamos inmersos y que en una cierta lectura alegórica comentábamos la semana pasada en relación con Grecia, me ha hecho recordar la película El nadador, de Frank Perry, que vi por TV hace años y no sé por qué, siendo la cinta en color, la recordaba en blanco y negro.

El film tiene como protagonista casi exclusivo al actor Burt Lancaster, y cuenta la historia de un tipo, cincuentón, que aparece de forma inopinada ante nuestros ojos, semidesnudo, abriéndose paso con dificultad, como surgiendo de una zona oscura y llena de maleza, apartando el ramaje que le impide avanzar para, sin solución de continuidad (sigo sin entender esta abstrusa/impenetrable frase), tropezarnos con él en la pantalla.

Camina con decisión por un césped fresco y recién cortado, bajo un cielo azul en todo su esplendor, se zambulle en una piscina y la atraviesa con poderosa y rápida brazada, para encontrarse al salir con el tintineo refrescante de una copa de alcohol que una mano amiga le ofrece en un primer plano.

Nada aparentemente extraño, ¿no les parece? Hasta lo de aparecer de golpe surgiendo de una zona agreste puede tener explicación: una pelota de tenis perdida; el suéter de algodón que no sabe dónde dejó?

Nuestro protagonista disfruta de la ginebra helada ofrecida por los vecinos, que le han saludado con educada sorpresa, como si hiciera tiempo que no se vieran; el nadador Ned Merrill, así se llama, comenta locuaz y apasionado a sus obligados anfitriones su intención de volver a su casa, que dista a una considerable distancia, atravesando a nado todas las piscinas de las casas colindantes, según el itinerario que lleva grabado en su cabeza.

La película nos irá relatando esos encuentros con vecinos y piscinas, entre ellos, alguna antigua amante, o un niño con el que nada en una piscina vacía (curiosa secuencia), y hasta una joven, antigua niñera de sus hijas, que se decide a acompañarle, enajenada por las sorprendente gesta acuática de Ned, y que nos hace pensar en aquel verso de Kavafis recuerda, cuerpo?

En ese viaje, nuestro moderno Ulises se nos irá dando a conocer de forma un tanto misteriosa en las conversaciones que mantiene con los dueños de las piscinas que atraviesa a nado. Descubriremos algunas notas sobre su persona y su antiguo trabajo, dónde ha estado todo este tiempo que parece difícil de precisar, qué le lleva a querer encontrarse de nuevo con su familia viajando de forma tan extraña.

Naturalmente no voy a destriparles el final del film, aunque estoy seguro que algo se barruntan al respecto?; lo que sí sabemos es que lo que nos va a interesar se encuentra en el proceso, en el camino, en el náutico viaje que vamos haciendo con el protagonista, que nos irá desvelando las claves de su peculiar odisea.

La película está basada en un relato de uno de los grandes narradores de la segunda mitad del siglo XX, John [Img #354474]Cheever, redescubierto para muchos de nosotros gracias a la mediación de otro enorme escritor al que literariamente debo mucho, Rodrigo Fresán, y que en algún sábado de textos puede que les hable de él, pero no me resisto a dejar de recomendarles, para que luego no les coja desprevenidos, una recopilación de sus cuentos, anudados con las palabras de un sugestivo título: La velocidad de las cosas.

El rítmico sonido de las teclas del ordenador y las revueltas en el pensar que me provoca, han vuelto a llevarme por otros derroteros. Les hablaba de Cheever, autor de la casta de los Carver y Cía, dipsómano también, dueño de una literatura que se abre con fino estilete para mostrarnos la sordidez y el vacío de una época, la de los llamados paraísos artificiales de la clase media estadounidense de los años 60, consecuencia del rápido desarrollo económico de su país, y quizá traducible a la de otros europeos.

Pero nos lo acerca, de ahí su grandeza literaria, como hablándonos de otra cosa, con esa sutileza en la escritura de quien sabe y quiere inteligentes a sus lectores; de ahí que se le haya definido con acierto como el Chéjov de los barrios residenciales.

Es un autor que conoció el éxito literario tarde, pero que escribió siempre; dicho con mayor precisión: necesitó escribir siempre. Recuerdo haberle leído, creo que al mismo Fresán, que lo hacía casi a escondidas durante un espacio de su vida: después de acompañar a su hijos a la escuela, vestido de forma acorde a los patrones de todo un señor burgués y biempensante, volvía a su casa. Y en el sótano, casi desnudo, como el protagonista de El nadador, pero en su caso debido al calor que despedía la caldera, se ponía a escribir en aquel lugar ¿inhóspito?, donde su máquina, una mesa y la silla le esperaban, quién sabe si prometiéndole otra vida en medio de su vida cotidiana.

Lean, si les he movido a ello, sus Relatos para comprobar cómo eran estos viajes de vuelta a sus ítacas familiares, surcando los mares helados de ginebra y whisky. Si llegaran a apasionarles, den paso entonces a sus Diarios, en ellos encontrarán la espuma y los reflejos de sus viajes ficcionales.

En unos y otros quizá descubran como yo que, a veces, la luz (acaso mortecina) se esconde en la negrura del túnel, mientras que al final, todo lo que se adivina es una violencia nívea que nos ciega:

The Water, Johnny Flynn and Laura Marling (canción subtitulada)

Rafael Muñoz

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