No están entre nosotros, pero aún no han muerto. Me encuentro con ellos todos los días en los archivos, y me hablan, y me cuentan sus cosas, las mismas cosas con otros ropajes y en otros tiempos, pero que son las mismas cosas de siempre. Lo importante es que están ahí, y podemos contar con ellos.
El otro día, me adentré en el convento viejo de los carmelitas. Paseaba por su claustro y me detuve en el relieve de uno de sus capiteles, que representaba a Adán y Eva. Ambos me miraron con la dulzura serena de padres. Y continué. Buscaba al padre Diego de San José, un espectador, en vivo, de las ceremonias y festejos, que se organizaron en Alba la semana grande, del 5 al 12 de octubre de 1614, con motivo del inicio de la subida de la Santa Andariega a los altares. Un monje me señaló al padre, que, en ese momento, cruzaba el claustro, jadeante: se dirigía a su celda a asearse un poco, pues venía de la huerta de escardar un cantero de patatas; por eso, llevaba el hábito recogido con el cinto. No tardó mucho.
El saludo fue cordial y cristiano.
Como es costumbre, me enseñó el cenobio, sus dependencias, su capilla y sus artes: techumbre mudéjar, imágenes policromadas, que me miraban unas de frente y otras, un poco de soslayo, según los estilos. Y la bodega. Sus estantes mostraban una colección de botellas de distintos licores que, según el padre, elaboraban ellos con las madres de su cosecha vitícola. Nos sentamos en unas tajuelas entorno a una mesa que olía a mugre de solera. Puso, sobre la madera, cuatro probaduras, y me invitó.
Y prosigue.
Y se corrieron toros, con gran presencia de público y buenas suertes de a pie y de a caballo, en la Corredera, sitio para este efecto de los mejores de España. El jueves, los toros, con ser ferocísimos y el concurso mucho, ninguna desgracia hubo en la gente de a pie ni en los caballeros, como tampoco se ha visto, por la bondad de Dios y de la Santa, en todo el discurso de las fiestas.
Su voz pausada y solemne hacía bucles en el ambiente, y yo me quedé prendado en el entusiasmo con que el orador me fue fascinando con más cosas de la Santa, que ya han contado otros.
Apuré el penúltimo trago. El padre Diego san José me acompañó, solícito, hasta la puerta. El sol me recibió con un efusivo abrazo, y mi sombra no me perdía de vista. No temas: mi sitio está en la calle y en el mundo, aunque me gusta zambullirme, de vez en cuando, en el fervor especial por la laudeada doctora.
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