Cualquier actividad humana tiene límites. La propia naturaleza los impone, pero también se establecen a diario cuando comparamos nuestro quehacer con el del vecino y, más aun, cuando establecemos instituciones que confinan nuestro deambular entre los demás. Desde pequeños se nos inculca el lugar exacto donde se ubican las fronteras que no se deben pasar, incluso hoy sabemos fehacientemente que hay un condicionante biológico de la ética. La separación de lo bueno y de lo malo, de lo justo y de lo injusto, las constricciones y los riesgos del ejercicio de la libertad, se enmarcan en un entretejido de predisposiciones biológicas y de pautas culturalmente aprendidas. Hay frecuentes zonas de penumbra que, no obstante, permiten interpretaciones a veces caprichosas y que en otras ocasiones trampean el proceder dubitativo de las personas.
Los límites son más onerosos cuando la acción tiene una sobre exposición pública. Allí su violación atrae de inmediato el agravio y la consiguiente demanda de explicaciones. En el terreno de la política, que es por definición el reino de lo público, los linderos deben estar perfectamente señalados. Más cuanto más exigentes seamos sobre la calidad de la misma. No se trata de los bordes definidos por la ley, cuyo exigente cumplimiento se da por hecho, sino de la fina delimitación de comportamientos que son pautados de conformidad con estándares socialmente asumidos. Entonces se dice que establecemos un rasero. Pero pareciera ser que en nuestro país éste tiene una diferente configuración para unos y otros. Contrariamente a lo que podría pensarse no es una cuestión que tenga que ver con la igualdad donde, se me dirá, la vara de medir fue tradicionalmente diferente en función de la renta, del género, la edad y la fama.
Aquí me refiero al rasero aplicado al comportamiento de nuestros políticos. Pareciera existir un axioma según el cual el empleado en el campo de la izquierda es diferente, más estricto, al usado en el de la derecha. En apenas una semana pueden mostrarse dos ejemplos de esta dislexia en un rosario de actuaciones preñado de casos similares. Mientras se sigue denostando al Sr. Zapata, a quien habiendo renunciado a su puesto en el ayuntamiento madrileño todavía se le exige dejar su acta de concejal, en la vecina Toledo la Sra. De Cospedal no pierde la sonrisa ni le tiembla el pulso para recalificar un terreno a favor de una comilitona de partido.
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