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¿Rarezas eróticas? -I-
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¿Rarezas eróticas? -I-

Actualizado 23/06/2015
José Javier Muñoz

Por aquello de que cada persona es un mundo (tópico bienintencionado donde los haya, puesto que la mayoría no llega ni a callejón de extrarradio), desde el punto de vista científico resulta poco riguroso hablar de rarezas en un asunto tan complejo como el sexo. Porque se trata de un instinto de extraordinaria influencia en la vida particular y colectiva, sólo superado por el de supervivencia. No en vano, fascinar viene de fascinum, falo. Es un fenómeno universal, sí, pero con tantas variantes sicológicas y materiales que no hay forma de establecer normas de ortodoxia.

Me autocito del ensayo ¿Globalización o incomunicación?: La valoración de lo lujurioso, por ejemplo, es muy distinta para un sultán inapetente que tiene la obligación de satisfacer a cuarenta esposas que para un pastor de la Sierra de Gata que pasa la mayor parte de su tiempo en la soledad de la montaña. En el fondo, el árabe y el extremeño, como el esquimal y el negro de Tanzania, comparten la misma llamada de la madre Naturaleza, pero cada pueblo enfoca este asunto a su manera y se encandila por matices muy diferentes en materia sexual, el juego amoroso y la forma de comportarse con su pareja. Hay sociedades que subliman lo que aquí se entiende por erotismo. En algunos sitios, se disfraza. En otros, se oculta. Pero también los hay donde ni siquiera existe como problema, como es el caso del África negra. Según el antropólogo Nigel Bardley, la intimidad individual es la primera de las carencias de la vida africana. Y no olvidemos que allí precisamente está el origen de la raza humana.

Los aborígenes de las Islas Trobriand, en la Melanesia, se llevan la palma en la diferencia de gustos eróticos con el occidental medio. Por ejemplo, el punto de excitación más intenso para los varones son los ojos y las pestañas de las mujeres. Durante la relación sexual, les muerden las puntas de las pestañas. Pero hay algo que nos resulta más chocante. Lo cuenta Bronislaw Malinowski, que convivió largas temporadas entre ellos: "El europeo romántico se entusiasma todavía menos por aquella otra costumbre que consiste en cazar los piojos que alberga la cabellera del enamorado, o de la amada, y comérselos. No obstante, esta cacería es para los indígenas una ocupación que, siendo agradable en sí misma, procura a los enamorados un sentimiento de exquisita intimidad". Por increíble que parezca, en cambio, a los trobiandeses les repele comer o ver comer los alimentos normales durante el cortejo.

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