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Herida morada la memoria
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Herida morada la memoria

Actualizado 21/06/2015
Quintín García

I

Regreso, olmo, a tu primera edad

de verdes claridades, regreso, a pesar

de las nieblas, al brocal aquel del pozo

donde juntos arrojábamos con el eco

de tu nombre preguntas y preguntas

y el agua ascendía, a borbotones,

respuestas y vaticinios

en los cangilones roncos de la noria.

Fueron los días, dulces, de la primera luz.

Y de la casa solariega. Los días

de los altos páramos que corrían

como liebres salvajes por detrás

de la Casa del Monte, aquel cofre

de enigmas y de piedras caídas

donde dormía el sol todas las noches

con todos los fantasmas que entonces

habitaban mis ojos. Días guardados

en el viejo territorio baúl

donde mora, herida, esta

memoria mía.

II

Ahora que es tiempo

de humildad y de vendimias,

mientras oigo gemir

las coyundas de este cuerpo barco zozobrado

regreso en silencio a aquella hora

libertada de la tarde tras la escuela

cuando mis manos leían en tu piel, olmo,

las letras de un rojo poema jeroglífico

que las hormigas escribían

con sus manos de tiza. Los dos

nos contábamos luego

fábulas de mariposas amarillas.

Convoco

entre estas piedras náufragas

de la antigua casa solariega

(que nos perviven de pie

sobre sí mismas) tu leve y niña y verde

arquitectura donde me bañé

desnudo con los pájaros

por si encontrara claridad de aurora

para descifrar la trazada herida

de mi vuelo, este amargor herrumbre

de palomar vacío.

III

Uncidos a una misma luz

y a los trigales nos nacieron

en esta tierra clara, áspera, Castilla,

quieta como un silencio de encinas

al despertarse el alba, cuando

el cielo aún lloraba

miradas asesinas. Juntos

crecimos, niños de adobe

y de pedrisca, persiguiendo

un destino sueño de besanas

que miraban al infinito mundo

a través de las aguas niñas de La Esgueva.

Sin laúdes de tuna, pronto,

un alazán de sombras

me aventó de la casa solariega

como quien descuaja del marco la ventana

a carne viva, entre ladridos

de albos corderos destetados.

Tú te quedaste, olmo niño,

a guardarme la ausencia

durante una eternidad, un llanto,

una eternidad -o quizás un poema.

Lejos,

me asomé a otros pozos, otras historias

me contaron e hice

festines con otros comensales.

Pero confieso que no volvió

a saberme el pan como sabía,

ni las hormigas con las que me crucé

supieron escribir rojos poemas jeroglíficos

con sus manos de tiza, ni el eco de los pozos

profundos a los que bajé supo

salmodiar otros nombres como el tuyo.

IV

Ayer volví, quizás

nunca partiera. Había

muerto el olmo de la infancia

de un dolor frío, esquivo, cuando aún

eran días de bailar primaveras. Ciega

ahora la casa solariega. Huérfanos,

sin luz, mis pies y la memoria.

Sentado a aquella misma lumbre, ahora

entre cenizas y amargores -cuanto dure

el otoño hasta la luz, cuanto

me dure el llanto o quizás el poema-,

invocaré tu nombre, olmo,

junto al brocal donde gira y gira

la noria de herrumbrados cangilones.

Regreso, olmo, a mi primera edad

para salvarte del olvido. Regreso,

a pesar de las nieblas, a tu primera

luz para salvarme.

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