I
Regreso, olmo, a tu primera edad
de verdes claridades, regreso, a pesar
de las nieblas, al brocal aquel del pozo
donde juntos arrojábamos con el eco
de tu nombre preguntas y preguntas
y el agua ascendía, a borbotones,
respuestas y vaticinios
en los cangilones roncos de la noria.
Fueron los días, dulces, de la primera luz.
Y de la casa solariega. Los días
de los altos páramos que corrían
como liebres salvajes por detrás
de la Casa del Monte, aquel cofre
de enigmas y de piedras caídas
donde dormía el sol todas las noches
con todos los fantasmas que entonces
habitaban mis ojos. Días guardados
en el viejo territorio baúl
donde mora, herida, esta
memoria mía.
II
Ahora que es tiempo
de humildad y de vendimias,
mientras oigo gemir
las coyundas de este cuerpo barco zozobrado
regreso en silencio a aquella hora
libertada de la tarde tras la escuela
cuando mis manos leían en tu piel, olmo,
las letras de un rojo poema jeroglífico
que las hormigas escribían
con sus manos de tiza. Los dos
nos contábamos luego
fábulas de mariposas amarillas.
Convoco
entre estas piedras náufragas
de la antigua casa solariega
(que nos perviven de pie
sobre sí mismas) tu leve y niña y verde
arquitectura donde me bañé
desnudo con los pájaros
por si encontrara claridad de aurora
para descifrar la trazada herida
de mi vuelo, este amargor herrumbre
de palomar vacío.
III
Uncidos a una misma luz
y a los trigales nos nacieron
en esta tierra clara, áspera, Castilla,
quieta como un silencio de encinas
al despertarse el alba, cuando
el cielo aún lloraba
miradas asesinas. Juntos
crecimos, niños de adobe
y de pedrisca, persiguiendo
un destino sueño de besanas
que miraban al infinito mundo
a través de las aguas niñas de La Esgueva.
Sin laúdes de tuna, pronto,
un alazán de sombras
me aventó de la casa solariega
como quien descuaja del marco la ventana
a carne viva, entre ladridos
de albos corderos destetados.
Tú te quedaste, olmo niño,
a guardarme la ausencia
durante una eternidad, un llanto,
una eternidad -o quizás un poema.
Lejos,
me asomé a otros pozos, otras historias
me contaron e hice
festines con otros comensales.
Pero confieso que no volvió
a saberme el pan como sabía,
ni las hormigas con las que me crucé
supieron escribir rojos poemas jeroglíficos
con sus manos de tiza, ni el eco de los pozos
profundos a los que bajé supo
salmodiar otros nombres como el tuyo.
IV
Ayer volví, quizás
nunca partiera. Había
muerto el olmo de la infancia
de un dolor frío, esquivo, cuando aún
eran días de bailar primaveras. Ciega
ahora la casa solariega. Huérfanos,
sin luz, mis pies y la memoria.
Sentado a aquella misma lumbre, ahora
entre cenizas y amargores -cuanto dure
el otoño hasta la luz, cuanto
me dure el llanto o quizás el poema-,
invocaré tu nombre, olmo,
junto al brocal donde gira y gira
la noria de herrumbrados cangilones.
Regreso, olmo, a mi primera edad
para salvarte del olvido. Regreso,
a pesar de las nieblas, a tu primera
luz para salvarme.
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