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Aprender enseñando
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AMOR Y PEDAGOGÍA

Aprender enseñando

Actualizado 15/06/2015
Sagrario Rollán

[Img #334585]Periodo de vacaciones: los escolares cierran sus cuadernos y abren el corazón a otras experiencias, más estimulantes sin duda?

Un verano siempre puede ser una aventura, incluso sin salir de la propia ciudad. Un mes de invierno, sin embargo, se parece a otro mes de invierno, o al otoño del mismo año, apenas diferenciados los días por la incidencia de la luz sobre las ventanas del aula. Terminó el curso entre evaluaciones, exámenes, alegría y confusión; los muchachos y muchachas iban y venían por los pasillos contentos o frustrados, expectantes siempre, a la espera de unas calificaciones que marcarían el diagnóstico de su aprendizaje o progreso intelectual.

Terminó el curso y nadie me ha examinado, de todos modos los profesores repetimos siempre: la misma materia, aproximadamente el mismo nivel, aprobar o suspender forma parte ?una parte bastante ingrata por cierto- de nuestro oficio, pero no compromete seriamente nuestra existencia, ni siquiera nuestro puesto de trabajo. Esta indiferencia con respecto a las calificaciones y cuantificaciones, que el alumno por su parte tiene que sufrir, hace sin embargo más acuciante la cuestión que ningún profesor-educador debería soslayar: ¿Qué puedo yo aprender?. Una pregunta que trasciende los problemas técnicos y metodológicos, y no encuentra respuesta en sistemas o reformas más o menos innovadores. Es una pregunta que nace de una cierta hondura vocacional, y tiene un alcance filosófico que la coloca a la altura de las grandes preguntas kantianas: " ¿Qué puedo conocer? ¿Qué debo hacer? ¿Qué me cabe esperar" ? Indudablemente el saber, la acción y la esperanza (o la desesperación) impregnan nuestro quehacer docente, más profundamente quizá de lo que nos es dado percibir. La última cuestión tiene especial interés, por cuanto la esperanza ?como forma de deseo abierto al futuro- guarda una estrecha relación con la curiosidad y con el afán de aprender.

[Img #334587]Aprender es una experiencia comparable en su intensidad al amor, no hay más que observar el entusiasmo y la frescura de los primeros aprendizajes significativos en la infancia: enderezarse, caminar, hablar, etc. En efecto, tanto en el amor como en el conocimiento se da una asimilación del mundo, o del otro, y de lo otro, que enriquece nuestro ser y lo dilata. Aprender es tan importante para el ser humano que algunos psicólogos lo señalan como la motivación principal que diferencia a éste del animal, regido por la pura necesidad. Mas para aprender hay que tener una cierta conciencia de no-saber. En la relación con el alumno , sin embargo, se sobreentiende que la parte ignorante es el otro, al que hemos de transmitir la información acumulada. Rara vez el profesor siente que él mismo puede o debe aprender algo enseñando?

Otro requisito para aprender es dejarse interpelar por lo obvio, estar dispuesto a sorprenderse por las maravillosas, cotidianas realidades en las que apoyamos nuestra existencia y nuestra docencia: fórmulas, leyes, la escritura, el número, el mismo lenguaje. Con frecuencia de todo esto el profesor sólo valora su aspecto instrumental, y se queja cuando el alumno no maneja estas destrezas, en lugar de cuestionarse sobre su propia actitud, quizás despersonalizada y falta de lógica ante la materia que enseña.

La pregunta sobre el aprender formulada en primera persona no detrae la atención del aprendizaje del alumno. Al contrario, la inquietud renovada, el deseo de aprender, de y con el alumno, por parte del profesor, rejuvenece su ejercicio, y le insufla entusiasmo y esperanza, a la vez que posibilita por ambas partes una experiencia de crecimiento personal realmente significativa, al modo de Carl Rogers. El deseo de aprender, sentido por el docente, es contagiado inevitablemente al discente; éste no puede permanecer impasible ante el sereno entusiasmo y perplejidad de quien disfruta enseñando, aunque "no lo tenga claro", porque en la tarea se siente crecer y madurar como persona. La autonomía en el pensar, como muestra de la mayoría de edad, era el noble objetivo kantiano. Nosotros, post-modernos, hemos de volver todavía a las grandes preguntas del filósofo ilustrado y estar dispuestos a aprender ?también y sobre todo de nuestros errores, como proclamara en su día el viejo K. Popper- si queremos acabar con la monotonía y los prejuicios que amenazan y empobrecen nuestra docencia.

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