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Un edificio eterno
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Un edificio eterno

Actualizado 14/06/2015
Marina del Valle Blanco

Era un día de esos en los que nadie tendría ganas de levantarse. Además, parecía que hacía más claridad de la normal. Estaba acostumbrada a amanecer medio en penumbra, y así era como más me gustaba. Pero las cosas habían cambiado. Los despertares ya no eran lo que habían sido en sus mejores momentos. Y aquel día, peor aún, esa luz no me dejaba volver al sueño.

No sé en qué momento decidí maldecir las viejas cortinas, que hacía años debía haber cambiado por unas más opacas, y levantarme de la cama. Pero me di cuenta de que hasta ese día nunca me había hecho falta cambiarlas. Las había comprado hacía años, para decorar mi anterior piso. Ese día funcionaban mal.

Nunca antes había mirado por la ventana. Nunca había tenido buenas vistas, ni las había necesitado. Simplemente se trataba de un piso de paso, sin más importancia. Durante meses había podido distinguir aquel edificio por entre las cortinas, el edificio más viejo y más tétrico de toda la ciudad, sin duda alguna. Pero nunca me importó. Al contrario, me permitía dormir dos horas más de lo normal los fines de semana, y eso siempre me encantó. Llevaría ahí unas cuantas décadas, ya era casi cercano al siglo. Parecía un edificio eterno.

Pero fue entonces cuando miré. La luz llevaba al menos una hora cegándome. No había rastro del edificio. Me acercaba a la ventana, me alejaba. Nada. Saqué la cabeza. Fui corriendo a la cocina, como pensando que yo estaba mal ubicada, pero no. Allí no quedaba ni la sombra de aquel compañero.

La verdad es que no me asusté. Sí, me extrañé, y mucho, pero no tenía miedo. De todos modos, me vestí a todo correr y bajé a la calle.

Nada. Seguía sin ver nada y no entendía qué pasaba. Me acerqué a casa. Vi el nombre de la calle, mi número seguía siendo el 7. Durante algunos segundos creí no estar en mi casa, quería tener esa sensación de levantarme en un lugar desconocido y poco a poco ir recordando dónde estás, pero aquello no me pasaba desde hacía meses. Mi cama ya siempre era mi cama. Y la dirección en la que estaba era la que estaba escrita en mis cartas. Y yo seguía ahí dando vueltas sobre mí misma sin saber nada.

Lo más curioso, y eso sí que me asustó, fue la reacción del resto. La gente corría de un lado para otro: para coger el metro, para perseguir al autobús que se iba sin ellos? corría por todo excepto por el pánico de haber perdido aquel edificio. Sus caras eran las de un lunes cualquiera, de cansancio, de desgana, pero no de terror, que era lo que yo estaba empezando a sentir.

Sólo había una persona con una actitud parecida a la mía. Era el mendigo que se pasaba las horas apoyado en la alambrada que rodeaba al edificio que ya no estaba. Sin ese armatoste a sus espaldas parecía más solo aún de lo que había estado en toda su vida.

Yo nunca había hablado con él, siempre había tenido miedo de los mendigos, de él en especial, a pesar de que en todos esos meses ya me empezaba a ser familiar. Tenía una mirada distinta al resto de la gente que yo había visto, una de esas miradas que cruzan y que además sabes que te está analizando. Seguramente conocía más de todos los que le rodeábamos que nosotros de él. Por eso daba miedo. Pero aquel día la curiosidad pudo conmigo. Me acerqué. Seguíamos ambos con la cara desencajada. Saqué unos cuantos euros del bolsillo, le toqué el hombro y le dije:

- Perdone, no sé si hoy estoy más confundida de lo normal, pero no entiendo nada de lo que está ocurriendo. ¿Qué pasa con el edificio?

Y sin mirarme a la cara me contestó:

- La mayoría de las cosas que creíamos eternas jamás existieron.

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