El barrio de Moda

El muelle estaba abarrotado de gente. Venían del trabajo y volvían a casa ya cansados de la gran ciudad. En silencio y en un orden informal hacían sitio a quienes acababan de llegar en el tranvía, habían atravesado la calle corriendo sin darse cuenta de que faltaban todavía diez minutos para salir y cruzar el estrecho. Había un cartel colgando del techo con contenido indefinido. Hogeldiniz.

Los semblantes callados y serios no ocultaban la gentileza y amabilidad, mezclada con un matiz de indiferencia. Es un pueblo antiguo, al que no extrañan los turistas despistados. Mustafá se encontró allí con Fatma. Se dieron un beso casto en la mejilla y se dispusieron a cargar la tarjeta para acceder al recinto de embarque. Se miraron a los ojos, luego bajaron la vista y soñaron unos minutos con llegar a casa para estar juntos el mejor rato del día. Ni siquiera se habían dicho nada. No hacía falta. Merhaba.

Un pequeño grupo alteró la cotidianeidad con sus risas y sus voces en alguna lengua occidental. Uno de los chicos trató de chapurrear sus dudas a esta pareja. Les preguntó por una cierta zona agradable que les habían comentado, calles de atardeceres verdes y rosados, donde llega distante la llamada del muecín y en primavera florecen las rosas. Mustafá, en un inglés más que correcto, se deshizo en indicaciones y les señaló el mejor camino para la subida. Aún más que eso: les acercó a la bocacalle para que no se despistaran. Se apresuraban las palabras de ellos, sin saber bien qué decir para agradecer las atenciones. Teekkürler.

En este antiguo barrio de pescadores, trasmutado por los tiempos en un bazar abierto al cielo, se confunden las músicas de Oriente. No en vano estamos cerca de las llanuras de Asia, de la primigenia y milenaria tierra por la que Darío guió sus huestes y Jasón sus argonautas en busca de la desdichada Medea, más que de inverosímiles vellocinos de oro. Acompañan la subida comercios diversos e incluso librerías insondables, de lejanas reminiscencias altaicas. Se atrevieron a entrar en ellas, tratando de entender lo inescrutable, más que nada por hacer tiempo. Ni se atrevieron al entrar más que a bajar de manera educada la cabeza, sin casi ni saludar. Iyi akamlar.

Ya atardecía, se encendieron los farolillos de colores y se llenaron las terrazas de gente de la tierra, junto a enormes puestos de frutas, suculentas y relucientes, limpias como las hojas de los magnolios. La noche templada acompañaba la calma del lugar, aunque desde lejos sonaran enormes pantallas en las que se disputaban enjundiosas batallas deportivas. ¿Nos sentamos aquí? No hizo falta ni expresar el acuerdo. Tamam.

Ahora lo recuerdan cansados, al otro lado, mientras esperan en el aeropuerto la hora de facturar, con sus maletas más que cargadas de ensoñaciones y recuerdos. Todos piensan volver cuanto antes a desbrozar con más profundidad, pero con igual interés, los mil detalles de este estrecho en que se cruza Oriente y Occidente, sin límites claros, porque la geografía es engañosa. Desean volver pronto a esta colina suave, que nunca pasará de moda, porque al fin y al cabo se llama así: Moda. Con la garganta emocionada buscan palabras que no van a encontrar, para intentar una impronunciable y provisional despedida. Hoça kaln? Güle güle.