Luce un sol radiante que expande sus rayos por un cielo enturbiado por tanta claridad. Él tiene que achinar los ojos para poder admirar el panorama de pinares y eucaliptos que perfuman la región. Pero sobre todo para ver bien la autopista que zigzaguea por las colinas y se encarama poco a poco hacia alturas menos pobladas, hacia regiones más adustas.
El tráfico es leve y despacioso, lo cual facilita mucho la conducción. Pero él tiene prisa y refunfuña al encontrarse con camiones a los que la carga no permite más que un rezagado ascenso. Así va adelantando uno y otro, y otro más, casi sin darse cuenta, mientras suenan a considerable volumen los primeros compases del Triple Concerto. Esos que aun así el zumbido que produce la velocidad del coche no permite más que intuir. La grabación es antigua, aunque se trate de una versión remasterizada. Parece que los violines compiten con el ruido de fondo hasta hacerse oír con claridad, acompañados por la orquesta, pronto replicados por el piano y amansados luego por el vibrante cello, para envolverse todos en esa sucesión de contrastes y juegos sonoros. Es como si el director de la orquesta llevara el coche y los músicos todos empujaran hacia adelante.
Pero van muy deprisa. La música y el vehículo. Desde luego más cercanos al Allegro vivace que al Largo dominante en el segundo movimiento. Así las curvas vienen muy seguidas. Menos mal de los dos cafés que se ha tomado para no adormilarse en las varias horas de viaje. No le conviene pararse a descansar porque no llegará a tiempo. Pero debe frenar alguna que otra vez porque siente por segundos no ser dueño de la situación.
Sí, claro que hay señales de tránsito. Pero quién las ha visto. Entre el subyugante concierto, el paisaje amable y la orquesta que serpentea apenas se ve la calzada, menos mal que en buen estado. Muy diferente a otras épocas en las que era imposible pasar por estos bosques sin tener que ponerse a la altura de las circunstancias y armarse de paciencia, ceder en las prisas y andar calculando cuál sería el siguiente pueblo con un hotelito más o menos aceptable. De la comida no hacía falta dudar demasiado. Casi como ahora.
Ha subido ya cientos de metros y las curvas se van espaciando en la meseta. Con ello el riesgo aumenta. Hemos entrado ya en el Rondo alla polacca y cuando suenan los tutti el coche parece querer ponerse a volar. Tanto que no es probable que haya tiempo ni de girar el volante al final de esa recta. El vehículo, acostumbrado a los vaivenes, sigue por inercia y en un segundo se cuelan por la cabeza del conductor, no todos los pasajes de la vida, sino la frecuente frase de su padre por la que decía situarse ya en primera línea del pelotón dispuesto a encontrarse con la muerte en el lugar menos pensado.
Unos kilómetros más adelante, cuando Van Karajan ya ha cerrado el concierto con unos compases rotundos, se ve un coche parado y un hombre que hace señales para que también se detenga nuestro conductor. Es un guardinha: "Tem sobrexcedido os limites de velocidade. Deve ir mais devagar". Él contesta con cara compungida: "Devo, sim. Devo". Y después de pagar a tocateja la multa que le han impuesto continúa hasta la frontera como si tuviera el rabo entre las piernas, mientras va sonando con insistencia un inatendido concierto de Brahms.
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