La vida de Lazarillo de Tormes,
de sus fortunas y adversidades.
La medianía tormesina donde este mozalbete nos cuenta que vio la luz, se encuentra aguas abajo del lugar en que tomé esta foto, en Tejares, antaño municipio y hoy barrio de Salamanca. Sería el lugar de su alumbramiento alfabético una aceña que hoy siguen laminedo las aguas del río, y la que vino a hacer de cuna; o de cestilla de Moisés para salvarlo del olvido,más bien, a esta criatura incierta y libresca que llegaría a ser de verdad y realidad universal.
El sábado pasado me dio a mí por meterme también en medio del río.
Lo hice al entrar en el gran caserón de tres plantas y sus abajos acuáticos, que interrumpe los párrafos de la corriente de nuestro Tormes, cerca ya del viejo puente que romanea aún en los siglos.
Era antaño esta edificación la principal de un complejo molinero que hoy ha devenido en museo par
a la infinitud cerealista del turista propio y extraño. Los otros edificios de la hacienda industrial son hoy un casino de juegos, un hotel y otro museo dedicado a la historia del automóvil.
El día del que estoy granando confidencias, quería ir de medianías, y sonaban las campanas de la Catedral anunciando el mediodía cuando llegué la primera de las salas.
Solo, totalmente solo entré, y solo; felizmente solo, deambulé por sus instalaciones durante dos horas. Observé la gran turbina que le tomaba al agua su poder motriz, tanteé las numerosas máquinas que con sus argumentos de madera y hierro convencían al cereal de que soltara la alburan de sus diminutos cofres. Palpé las bocas de la envasadora de los sacos donde caía el nutricio tesoro de la tierra, atendí a los paneles explicativos con la historia y fotografías de la recuperación de la ruina del caserón; escuché la algarabía de los pardales que se colaban por las ventanas,los duelos de espadas de las golondrinas en el aire, y el susurro dormido del agua.
Pero a decir verdad, lo que más me convocaba eran los rayos de luz incisa que entraban por los ventanales de las grandes salas. Así que me senté en un rincón, y con la turbina de mis pensamientos intenté tomarle a los haces de rayos de la claridad su fuerza evocadora.
Acaso también Lázaro, en alguna de sus inéditas páginas, se entretuvieras en mañanas así en descifrar los apócrifos cuentos de la luz.
Afuera los relojes trituraban con su maquinaria la hora rendida, y el metal bautizaba a otra que ya empezaba, como el río, como los tiempos, su pausada huída. Los turistas fatigados de Historia se sentaban en las terraza del hotel en busca de refrigerio, los jugadores dormían todavía las ganancias o perdidas de la caprichosa ruleta que siempre es la trasnochada; los niños salían con cara de velocidad del museo del automóvil.
Yo seguía sentado en la tarima de un antiguo molino. Pensaba en los espectros de las letras, en las páginas de los libros que tanto alimentan, en harinas de otros tiempos; en los trigales del futuro.
Y es que todos en nuestras anónimas soledades, trituramos con la maquinaria de la cavilación los granos que al molino de nuestras vidas trae la luz.
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