Haré una declaración sorprendente: me alegro de haber aprendido tarde el inglés. Ya sé que eso no me granjeará simpatías y menos procediendo como procedo del mundo educativo y tras haber pasado varios años laburando en las escuelas infantiles, lugar idóneo, junto con el entorno familiar, para la inmersión en una lengua, pues a temprana edad las lenguas no se aprenden, sino que se adquieren. Así que tendré que explicarme.
Soy consciente de que en la actualidad es imprescindible tener un bien nivel de inglés, este esperanto moderno, pero sospecho que nos limitamos a dominar unas estructuras repetitivas sin adentrarnos profundamente en esa lengua. Y me parece que el inglés, llamemos internacional, es una lengua que no se ama. Con ello quiero decir que, echando la vista atrás y ya que no pude ser bilingüe desde pequeñito, no voy a sentir pena por haber aprendido tan mal el inglés sino que me congratulo de haber aprendido primero bien de verdad mi lengua materna, la que me hablaba mi madre cuando las madres tenían tiempo para pasarlo con sus retoños, y mi padre, la lengua que escuchaba en mi entorno. Eso me ha permitido disfrutar de infinidad de matices que el aprendizaje de una segunda lengua nunca (salvo casos excepcionales) te podrá aportar. Y me permitió apreciar sutilezas en las conversaciones y música en la literatura sin que la pujanza meramente comercial de un país extranjero me obligara como una apisonadora a utilizar expresiones ajenas, para las que no tenemos un referente afectivo. Cuando de niño iba a los ultramarinos de la mano de mi madre no nos preguntaban en qué podían ayudarnos sino qué deseábamos.
En mis años de instituto aprendí francés, que era lo normal entonces. Luego me enfrenté (como todos) con el inglés y (como casi todos) me preguntaba por qué demonios forman sus frases al revés. Pero después con la afición al cine y con la necesidad profesional me fue atrapando su fonética (la utilización de los monosílabos en Hemingway que se pierde al ser traducido), su léxico y acabé realmente interesado en llegar a disfrutar ese arcano que tanto nos cuesta dominar. No tengo nada contra los préstamos lingüísticos, contra el mestizaje, pero creo que este papanatismo acomplejado que nos mueve a elevar el inglés a los altares aunque sí que hará que lo hablen mejor nuestros jóvenes, eso sí, de una manera desinteresada y apática (¿cuántos se animarán a leer a los escritores ingleses o americanos en su versión original?, ¿cuántos a Shakespeare, tan difícil, Dickens, Austen, Dos Passos, Cheever, Roth, incluso Bukowski?) también empobrecerá su castellano al adoptar ese lenguaje sincopado y frío propio de la publicidad y traducido del inglés. Anytime, anywhere. Las revistas, sobre todo las de moda, se llenan de una publicidad cuajada de imperativos: scan and shop, feel good, be cool, mientras las conversaciones se impregnan de traducciones literales cada vez más difíciles de identificar: sabes qué, fin de la historia, tengo una emergencia o soy afortunado.
Entendámonos. Si volviera a nacer y pudiera elegir preferiría que desde muy pequeñito me hablaran en inglés unas institutrices nativas en esa lengua (y ya puestos en chino y árabe) pero como no voy a volver a nacer y de momento no tengo planificado ningún viaje al extranjero me dedicaré los próximos minutos a disfrutar de los artículos de Elvira Lindo, por ejemplo, o a descubrir si la emergente Milena Tusquets escribe tan bien como lo hacía su madre Esther. Todo ello tras reconocer mi deuda impagable con los buenos traductores.
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