A gusto de los cocineros comen los frailes
El censo en mi barrio lo hacía la muerte. Todos los años pasaba lista colgada del brazo del cobrador de la iguala de las pompas fúnebres. ¡Qué señorona!
El lazarillo llevaba debajo del brazo libre una cartera sobada de cuero para los comprobantes o "fes de vida" que ya se debió de utilizar para comunicar a las familias salmantinas sus muertos en Los Arapiles. Por ella habían desfilado legiones de familiares y paisanos míos, que al llegar el primer recibo a mi nombre me fueron a saludar muy atentos. Durante un tiempo, el mismo recaudador llevó los justificantes de las clínicas Ferrer, Moraza, Marín y 18 de Julio junto con los de las Pompas Fúnebres "El Dulce Adiós".
Pues a pesar de los pesares, mi barrio tenía calles aventureras y en los roídos umbrales de sus casas organizaba viajes al centro de la Tierra; misiones al puente sobre el río Kwai; rescates de príncipes y de princesas Sigfrid, Brunilda o Gudrun; inventos descabellados; caravanas a las nieves perpetuas del Kilimanjaro; ojos de puentes con ocupas; descensos a grutas inaccesibles con el hombre enmascarado y expediciones bucaneras a los mares del Sur..., que por aquellos tiempos permanecían anclados en forma de quioscos bajo los soportales del Mercado de San Juan.
Nosotros llevábamos algunos céntimos para el peaje y unas alforjas enormes repletas de expectación. De esta forma volvían renacidos a nuestro barrio El Capitán Trueno, El Guerrero del Antifaz, Carpanta, Fideo, Goliat, El Jabato, Mortadelo y Filemón, el doctor Cataplasma y Panchita, Crispín, Pumby, Sissi y tantos otros con renovadas promesas de felicidad, que una imaginación sin límites se encargaba de vivificar. Sólo costaba "una perra chica" mudarse al barrio de la aventura.
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